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La oración de las pobres gentes

(Capítulo de En el Corazón de las Masas)

Regreso de una visita al Santo Sepulcro, y esperando saber si obtendré mañana por la mañana el permiso para pasar a Israel, he bajado esta tarde al santuario de Getsemaní, para orar en su oscuridad silenciosa y desierta. No puedo encontrarme en el Santo Sepulcro o aquí, en el Jardín de los Olivos, sin sentirme, cada vez, como obsesionado por el pensamiento de la misión de oración de las Fraternidades, y por la importancia que reviste para cada Hermanito, para cada Hermanita.

Ya os dije en la carta fechada en Mar-Elías, que nuestra oración debe ser la oración de los pobres, la oración de los que penan y sufren; pero esta tarde experimento la necesidad de volver a tratar con vosotros este asunto.

Vengo de ver a vuestros Hermanitos del Líbano, y de dejar a dos de ellos en la pobre aldea de Hamud, en las cercanías de El-Kerak, capital del sur de Jordania. Ya empiezan a ofrecerse a los rudos campesinos semi-nómadas de la región de Moab, en el desasimiento mas completo. Mientras tanto, por su lado, las Hermanitas se instalan en Beirut, en dos cuartuchos miserables, que tienen por techo una cubierta ondulada de cinc, en el centro de un palio habitado por unas pobres familias árabes, tan mal alojadas como ellas. La vida no es fácil todos los días para la Fraternidad nómada del Sahara, con los cuidados que requiere el ganado, y bajo la tienda de lana negra cuando el sol abrasa. Y pienso con frecuencia en nuestros Hermanitos marineros, durante las largas jornadas de pesca y durante las noches de mar gruesa; y pienso en aquellos de vosotros a los que el Señor ha llevado entre los negros de la selva, o a los barrios "callampa" de los suburbios de Santiago de Chile.

Cada vez con más frecuencia, Jesús conducirá a sus Hermanitos hasta el corazón de las masas más abandonadas y más despreciadas. Ya vais sintiendo todo su peso sobre vosotros, y cada día soportaréis con más acuidad sus vicisitudes, sus servidumbres; en tanto que los hombres desamparados, los que no encuentran ninguna salida para sus vidas, acudirán a vosotros para acogerse en vuestras Fraternidades.

Vuestras cartas vienen a decirme aquí, en la ciudad en la que el Salvador murió por haber amado hasta el fin, todas las dificultades renovadas constantemente y a veces inextricablemente, a las que os conduce una caridad sincera hacia los hombres. Ya lo sé. Yo os dije que tendréis que saber llegar en ciertos casos hasta el heroísmo en la caridad, pero que también tendríais que saber preservar unas condiciones que son esenciales a la vida profunda de vuestros hermanos. Entre estas condiciones hay unas que son indispensables para conseguir un mínimo de intimidad, necesaria a la realización de una unión de corazón y de espíritu entre vosotros con vistas a una ayuda que os permita servir mejor a Cristo, vuestro dulce Maestro. También hay otras requeridas para que permanezcáis fieles a vuestra misión de "permanentes en la oración". Esta tarde me siento impulsado a hablaros de esta vida de oración, tan importante me parece en el momento en que estamos.

Hace un instante, cuando iba por el camino que conduce hasta la cumbre del Monte de los Olivos, pensaba en los Apóstoles, cuando pidieron a su Maestro les enseñase a orar. Me parece que esta tarde comparto con vosotros todas vuestras dificultades en el camino de la oración y me parece escuchar la confesión de vuestras impotencias, de vuestros temores, en el presente o por el futuro, a causa de las difíciles condiciones de vida en las que tan a menudo tendrá que integrarse vuestra oración. También quisiera contestar a vuestras preguntas acerca del modo de orar.

* * *

La tarde cae; apenas veo ya dónde estoy, cerca de la roca de la Agonía. Aun en pleno día, los sombríos ventanales violados casi no dejan pasar la luz, lo cual obliga, en este lugar, a una oración sin libro, una oración desnuda, una oración de todo el ser. Un Hermano franciscano, muy atento, viene a traerme una vela, y a su claridad continúo escribiéndoos,

¡Tengo tantas cosas que deciros acerca de la oración, y tan difíciles de expresar! Me parece que para que comprendierais unas realidades de esta naturaleza, sería preciso otra cosa que mis palabras. Sería precisa la experiencia personal, la que puede otorgar el espíritu de Jesús, por medio de intuiciones secretas de las que sólo El tiene el secreto. Ni siquiera las palabras pronunciadas por el Señor bastaron para que los Apóstoles hicieran el aprendizaje de la oración.

Pienso en lo que sucedió aquí mismo, y en cómo tras dos años de vida en común con el Maestro de la oración, los mejores de entre los Apóstoles no supieron velar una hora con El. Porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca. Además sabéis muy bien que vosotros fuisteis escogidos por El. ¿No es esto lo primero que tengo que volver a deciros? ¿Cómo podría pensar que mis enseñanzas tuvieran más eficacia para vosotros que las palabras de Jesús?

Sin embargo, debo indicaros cómo hacer para encontrar el camino por el que, en lo sucesivo, sólo podréis avanzar con la ayuda de Dios. Vuestras pesadeces, vuestras impotencias en el instante de orar, os llevan a veces a preguntaros si no habría algún método misterioso que os descubriera, al fin, el verdadero camino a seguir. No creo que exista tal método, y en caso de existir, no consistiría en otra cosa que en lo que ya nos dijo el Señor en el Evangelio. Jesús seguirá siendo siempre el Maestro supremo de la oración, no tan sólo porque habló de ella con pleno conocimiento de causa, sino por el ejemplo de su vida, porque oró mejor que cualquier otro hombre. Jesús vivió la oración perfecta en una vida particularmente atropellada, a veces agotadora. Pero, por encima de todo, sigue siendo el Maestro de vuestra oración, ya que Él solo, gratuitamente y por amor, puede introducir en la inteligencia, en la memoria y en el corazón, el verdadero espíritu de la oración. Nadie sabrá orar mientras que Jesús mismo no se lo haya enseñado en su interior. Siempre que Jesús quiso llevar consigo a algunos de sus Apóstoles para que oraran con Él, a pesar de que habían sido escogidos, nos dice el Evangelio que se quedaban dormidos. En el Tabor, mientras Jesús habla de su próxima muerte con Moisés y Elías, "Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño" (Lc IX, 32). En Getsemaní: "Y viene y los halla durmiendo, y dice a Pedro: "Simón... ¿Duermes? ¿No pudiste velar una hora?"... Y al volver los halló otra vez durmiendo, porque estaban sus ojos cargados. Y no sabían qué responderle". (Mc XIV, 37. 40). Jesús ni se descorazonó ni se impacientó. ¿Por qué habríamos de descorazonarnos nosotros? Los Apóstoles eran hombres rudos, ocupados en la pesca nocturna y acostumbrados a recuperar el sueño atrasado en cualquier momento del día. ¿Quien de nosotros no ha conocido esta especie de revancha del cuerpo sobre el espíritu, en los momentos de desaliento que invaden al trabajador? Se duerme uno en cualquier sitio. Creo, con toda probabilidad, que a veces le sucedería esto mismo al Señor: recobrar durante el día unas noches acortadas por el aflujo de visitantes o por la oración en las madrugadas; durante la travesía del lago con mal tiempo "El estaba en la popa durmiendo sobre el cabezal" (Mc IV, 38).

Os recuerdo estos hechos porque esta atmósfera evangélica nos facilita y nos coloca en la realidad a fin de poder abordar el problema de la oración en nuestras vidas. Nos inquietamos acerca de cosas bien insignificantes. Ya que, a pesar de todo, Jesús encontró el medio de trabajar el corazón de sus Apóstoles hasta que les enseñó a orar.

No podríamos, sin embargo, deducir de esto que vosotros no tenéis otra cosa que hacer más que esperar la visita del Espíritu Santo. Es menester ir a su encuentro y "avanzar por el camino estrecho". Para orar verdaderamente hay que esforzarse ya en la oración y al mismo tiempo esperar al Señor. No hay ninguna contradicción en todo esto. Excepto cuando viene el Señor para hacerlo El todo, es preciso saber tener en cuenta estas dos realidades: la humilde esperanza, renovada sin cesar, de su visita, y nuestra espera en el esfuerzo. Esto es lo que quisiera explicaros un poco.

* * *

Vuestra constante inquietud está en saber cómo poder encontrar en vuestra vida las condiciones necesarias a una oración auténtica, y cómo disponeros para poder entregaros a ella generosamente. Tal vez en ciertos momentos se os haya ocurrido dudar de que esto sea posible. Confieso que ante la gravedad de este problema me sentí a veces como a la entrada de un camino desconocido, de un sendero terriblemente estrecho y peligroso. ¿Tenía derecho a empujaros hacia él? Pero ¿qué hacer si no? La reflexión, la interrogación de la experiencia -la nuestra, y sobre todo la de los Santos-, la palabra del Señor en el Evangelio, el sentido de la tradición de la Iglesia respecto a la oración, todo esto me tranquilizó. Hoy os escribo completamente seguro de lo que os digo. Los caminos más abruptos son a menudo los mejores, los más rápidos, ya que en el curso de su subida son poco propicios al ocio. Este me parece ser el camino por el que Jesús querría conducir a sus Hermanitos, a fin de que avancen por él con atrevimiento.

Ya os dije en la carta de Mar-Elías, que una de las principales objeciones que suelen hacerse a nuestro modo de vida era que el cansancio, el ruido con que se acompaña la mayor parte del tiempo, así como la pesadez del espíritu provocada por un esfuerzo físico penoso y prolongado, parecían quitar toda posibilidad de auténtica vida de oración. Me prometí a mí mismo volveros a hablar de ello. Ya comprendéis hasta qué punto es grave esta cuestión, no sólo para vosotros, sino para millones de pobres gentes, de humildes trabajadores sujetos a un trabajo a menudo agotador para poder vivir. Presentía que para esta objeción tendría que haber una respuesta. Dios nos acuciaba hacia una participación cada vez más completa en el designo de los pobres, y al mismo tiempo profundizaba en nuestras almas el sentido de nuestra vocación a la oración; y además, leyendo el Evangelio, no parecía que Jesús hubiera querido hacer nunca de la oración algo raro, algo reservado a unos cuantos hombres que gozan de la calma y del reposo necesario a toda meditación fructífera: "Venid a mí todos cuantos andáis fatigados y agobiados... y hallaréis reposo para vuestras almas" (Mt XI, 28, 29).

Sí, es preciso aceptarlo; cuando llega la hora de la oración la mayor parte del tiempo nos sentiremos incapaces de meditar y de pensar. Y toda la cuestión está en saber sí no se ofrecerá a nosotros otro camino para llegar a unirnos con Dios en la oración.

Durante un cierto tiempo, más o menos largo, según los casos, lo normal y aun lo bueno será que nuestro diálogo con Dios comience por un intercambio en el que tendrán parte el pensamiento, la imaginación y las emociones sensibles. Pero este diálogo tiene que progresar consecuentemente hacia una zona de nosotros mismos situada mucho más allá de la sensibilidad, de las imágenes, de la reflexión.

No temáis simplificar y actualizar en cada etapa vuestro encuentro con Dios. Al principio de vuestra vida de oración -principio que puede prolongarse- abrid, por ejemplo, el Evangelio o la Biblia, no tanto para "meditar” las divinas palabras como para permanecer ahí, bajo su luz, leyendo y releyendo lentamente los versículos, sin análisis, sin discutir con vosotros mismos. Podréis escoger el decir con la misma lentitud el Padrenuestro o el Avemaría, o cualquier otra oración, dejando que sus palabras penetren en vosotros una a una. No puedo dejar de pensar aquí en la repetición rítmica de la “oración de Jesús", tan antigua y tan querida de nuestros hermanos de Oriente. Todo esto es sencillo y compatible con el gran cansancio de las jornadas de trabajo. Y son unos "comienzos" a los que convendrá volver de cuando en cuando mucho más tarde, ya empeñados a lo largo de la ruta.

Pero, sobre todo, no apegaros jamás a unos métodos, sean los que sean. Vamos hacia Dios con todo nuestro ser y vamos como podemos. Vamos, lo primero, por medio de todas nuestras actividades humanas, sobrenaturalizadas por la presencia de la gracia en nosotros. Pero ya, y cada vez más, son la fe, la esperanza y la caridad viviendo en nosotros, las que nos unen con Dios mismo. Llegados a este punto, necesitaréis tener mucho valor. Y tenéis que saber que tales actos no dependen de las impresiones sensibles ni de los "consuelos" que encontremos dentro de nosotros. Nos basta saber que somos hijos de Dios y que queremos entregarnos a El. La mejor parte de nuestro ser no es aquella de la que tenemos una conciencia clara. Esto lo olvidamos generalmente. Es cierto que podemos tener conciencia de nosotros mismos por medio de nuestros pensamientos, de nuestros actos voluntarios, de nuestros sentimientos. Pero nuestra naturaleza de hijos de Dios escapa a nuestra atención. ¿Cuál de nuestras facultades sería capaz de alcanzar la realidad de la vida divina, o la señal impresa en nuestro ser por el Bautismo? Las "emociones religiosas" se sitúan más en la superficie; tienen causa distinta a las que tiene la percepción de nuestra naturaleza de hijos de Dios.

De este modo podréis llegar a ejercer vitalmente la fe, la esperanza y la caridad. Y esto es ya una oración muy auténtica, aunque despojada de todo. Tal vez entonces vendrá el Señor mismo a cumplir en vosotros sus Misericordias. No creáis que esta acción divina se verá impedida por la vida pobre que tendréis que llevar. Hermanitos, para vosotros, cuya vocación es precisamente esa vida, el trabajo cotidiano, monótono y duro, podrá, por el contrario y en la medida de vuestra fidelidad, permitir que Dios, sí así lo quiere, obre directamente en vosotros con toda libertad, y que os arrastre en el movimiento mismo de su amor.

No es necesario que lo sintáis. Pensad bien que vuestra oración no es nunca tan real ni tan profunda como cuando se desarrolla fuera del campo de la conciencia sensible. El que ora verdaderamente se pierde de vista, su única mirada es para Dios, y es una mirada de fe pura, de esperanza y de amor, a la que nada sensible y a menudo nada sentido podrá consolar. Tenemos que estar plenamente convencidos de ello, para que podamos ver con confianza el desarrollo de nuestra vida de oración.

Parece como si tuviéramos una falta de confianza al mismo tiempo que se nos escapa todo punto de apoyo; sin embargo, es entonces cuando empezamos a obrar en el plano propiamente divino. Parece como si nos encontráramos en un mal paso, y es justamente que nuestra vida se ordena por fin como Dios lo quiere. Cuando ya no caminamos sino obligados por la fe, cuando "permanecemos" ante el Santísimo Sacramento sin saber bien cómo o por qué, cuando nos entregamos al servicio de los demás sin gusto ni atracción, cuando las palabras del Evangelio o de la Liturgia nos parecen desprovistas de otro atractivo, de todo poder emotivo, es entonces, si fuimos fieles y si Dios lo quiere, es precisamente entonces cuando se cumple en nosotros el misterio de la fe y cuando empezamos a penetrar en aquella zona de nuestra alma, en la que surge la vida divina. Únicamente a la luz de esta perspectiva y convencidos de su verdad, es como podemos reflexionar en el problema de la oración.

Meditar no es, pues, orar. La meditación puede ser, todo lo más, como una preparación a la oración, y para algunos su puerta de entrada. No debemos querer tomar otro camino que el que Dios nos ofrece. Debemos orar como podamos y no tenemos que inquietarnos intentando rezar como no podemos. No quiero decir que la meditación no juegue su papel en este proceso, dentro de poco trataré de ello. Lo único que quiero decir es que la meditación no es la oración, que ni siquiera es esencial como preparación a la oración cuando circunstancias independientes de nuestra voluntad nos obligan a seguir otro camino. Porque existe otro camino.

Todavía más, la meditación puede en ocasiones llegar a ser un obstáculo para la oración, como una pantalla colocada entre Dios y nosotros, como una ruta demasiado cómoda que invita a la pereza. No abandona uno fácilmente la carretera para tomar un sendero abrupto, y no obstante es indispensable abandonarla.

Ya hemos visto que Dios no puede venir a nuestro encuentro sino en la medida de la realidad de nuestro amor, y ésta sólo se encuentra en el camino de la fe pura. Este sendero pasa a través de la oscuridad producida por el desasimiento de la razón y de lo sensible. Ahora bien, este desasimiento es exigido, no sólo por la naturaleza misma de la purificación, sino también por la manera habitual de obrar del Señor Jesús, que no puede acercarse a nosotros sin abrazarnos con su agonía y con su cruz. Todos aquellos que pasan por la meditación tendrán necesariamente que llegar a esto, y el Espíritu Santo, si son fieles, vendrá a su hora para romper la ordenación demasiado racional de su "vida espiritual" y hacer imposible la meditación, con objeto de que su voluntad se vea obligada a dirigirse directamente hacia Dios solo, más allá de toda idea y de todo sentimiento. Ya que el sentimiento no es la oración, como no lo es la meditación. El sentimiento es inconstante y útil únicamente al que comienza, sirviéndole como de cebo para la voluntad. Porque el verdadero amor reside en la voluntad.

Tenemos que creer firmemente que lo verdadero de la oración, la vía de la unión con Dios, está más allá de los sentimientos, de las palabras y de las ideas. Se suele empequeñecer demasiado la realidad de la oración; no se tiene una idea bastante elevada de ella. No se cree suficientemente que Dios puede venir realmente a nosotros para hacer nuestra oración. O bien si se cree en ello, tiene uno la tendencia a reservar su éxito para un escaso número de personas aisladas, a las que el claustro procura un ambiente de silencio favorable a la meditación.

¿Por qué tendría que ser así? Aquellos que se ven privados de meditar debido a sus condiciones de vida, ¿se verían privados de orar por el mismo motivo? ¿No está la oración más allá de la reflexión? Los pobres no pueden meditar. No están dispuestos para ello, no poseen la cultura requerida, no conocen el mecanismo de la meditación o bien están demasiado cansados. Participando en la vida de los trabajadores, tendréis también que participar en su modo de oración. Tampoco vosotros estáis dispuestos para meditar cuando regresáis a vuestra morada, atontados por el ruido de las máquinas de la fábrica, deshechos por el trabajo en el fondo de las minas, embrutecidos por las largas horas de trabajo al sol en una granja, con la cabeza pesada debido a la intoxicación producida por los gases que lanza al aire la fábrica de plásticos; o llenos de sueño después de las jornadas de pesca en el mar. No podéis meditar.

Pero si podréis, a fuerza de valor perseverante y por medio de actos de fe y de amor, sencillos y desnudos, sí podréis poneros delante de Dios, y esperarle, abriéndole el fondo de vuestro ser tal y como es. Espera de su venida en el deseo, pero ante todo espera en esa sensación de impotencia, de miseria, de cobardía. El resultado será, con frecuencia, una oración dolorosa, tosca, poco espiritual en apariencia. A través de este esfuerzo de fe, en la valiente actitud del cuerpo, se traducirán la sed y la esperanza de Dios, que después de todo está en lo más profundo de nosotros. La voluntad quiere orar; por lo menos desea y pide la oración. Y es esta pobre materia lo que únicamente podréis ofrecer a Dios ciertos días, y es a El a quien pertenecerá transformarla en una verdadera oración y un medio de unión con El.

Sin duda tendréis que ser pacientes y estar constantemente atentos a una perseverancia valerosa, a través de los aplastamientos y de los embrutecimientos. Este continuo despertar en el ejercicio, ya muy despojado en sí de las virtudes teologales, durará para algunos quizá toda la vida. Dios, que os conduce, lo sabe. Pero nosotros podemos, nosotros debemos pedir humildemente y sin cesar al Señor Jesús que nos otorgue este don, que venga El mismo a orar en nosotros y a decir de una manera inefable la oración que tan sólo El puede decir a su Padre.

Vosotros le llevaréis la sed de su venida y vuestra espera, muy a menudo totalmente apoyada, apenas con una oración, al parecer. Pero Dios puede servirse de ello como de un privilegio para transformarlo todo en una purificación auténtica de los sentidos y de la inteligencia, y conduciros hasta la unión divina. Y será imprescindible que os digáis que una unión muy auténtica, en medio de vuestra vida física tan dura, podrá revestirse de unas formas tan sencillas, -me atrevería a decir tan triviales- que no tendréis siempre necesidad de reconocerla como tal.

Esta convicción es la que tenéis que grabar en el fondo de vuestro corazón: creer que ese camino es bueno, que es un camino de atajo que lleva a la unión en la fe y que Dios vendrá para hacer vuestra oración a pesar vuestro. No se cree en esto suficientemente, y por eso no llega uno a acostumbrarse a la idea de una oración sin forma.

Y sin embargo, todos los amigos de Dios han pasado por ahí. Sabemos bien que, a fin de cuentas, lo que condiciona el encuentro con Aquel que viene al alma de los que le esperaron, con fidelidad y deseo, es únicamente la generosidad del amor y de la fe. Aquí todo es don gratuito del Señor, pero de todos modos existe también su promesa: "Si uno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn XIV 23).

Al término de la evolución de la oración, todos se encuentran en un mismo modo de unión con Dios, sin forma y sin ideas. Pero los caminos habrán sido diferentes, aunque el sentido del trabajo hecho por el espíritu de Dios haya sido siempre el mismo para todos. Nuestro camino es distinto  al de los monjes y al de los hombres que viven aislados del mundo, y para la mayor parte de nosotros ese camino no pasará habitualmente por la meditación. Y si pasa, será por una corta etapa. Muy pronto nos veremos obligados a abordar el sendero oscuro de la ausencia de sentimientos, de consolaciones, de representaciones, con todo lo que esto trae consigo de sequedades involuntarias y vacío interior. Por nuestra humilde perseverancia, llena del deseo del Amor, solicitaremos de Dios que intervenga para transformar todo esto en purificación de la fe.

Tal es nuestro método de oración. Por tanto, no tenemos por qué sobrellevar nuestra vida de cansancio y de trabajo como una condición inferior y desfavorable, sino que tenemos que abrazarla resueltamente, como un medio privilegiado para nosotros de purificación, de introducción, si Dios lo quiere, en el don gratuito de la unión divina. Tengamos el deseo de marchar en línea recta hacia una oración dolorosa de fe. La imposibilidad de meditar, aunque provenga de circunstancias exteriores puramente materiales, podrá entonces llegar a ser, bajo la acción divina, un verdadero paso a la oración de fe. El Señor no nos prometió otra cosa. Estoy seguro de que Dios aceptará este itinerario reducido para las pobres gentes. Pero creo que para merecer este beneplácito es preciso ser humildes y verdaderamente  pequeños.

No tengáis miedo de extraviaros por este camino. No tendréis nada que temer, a condición de perseverar con valor; es realmente la única condición esencial. Jesús no nos ha pedido otra cosa. Es digno de notar que, reuniendo todas las enseñanzas de Jesús acerca de la oración, no encuentre uno, aproximadamente, sino una sola recomendación: la perseverancia. Y el Señor insiste, vuelve sobre ello incesantemente, con la ayuda de varias parábolas, siempre acerca del mismo tema. Parece como si quedara uno decepcionado. Esperábamos una iniciación más elevada. Todo esto nos parece muy primario. Entonces vamos a buscar a otra parte unas directivas que satisfagan mejor nuestra curiosidad o nuestra necesidad de complicar las cosas. ¡Es demasiado sencillo! Olvidamos que la recomendación de esta perseverancia importuna, en un acto tan desnudo de todo atractivo para el hombre, demuestra, justamente, que Dios se propone hacer el resto: "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe; y el que busca halla; y al que llama se le abrirá" (Mt VII, 7-8). No busquemos otros métodos, contentémonos con el que nos indica el Señor. El Evangelio seguirá siendo siempre el código por excelencia de la oración de las pobres gentes, ya que todo lo que en él está indicado está siempre a su alcance.

* * *

Por tanto, la enseñanza evangélica acerca de la oración puede resumirse en estos dos puntos esenciales: una promesa de que Dios vendrá a nuestro encuentro, cuando y como Él quiera, y ésta es la parte de Dios, la principal, ya que es para nosotros la esperanza, que no quedará nunca decepcionada, de que nuestra oración terminará en El; una invitación urgente a la perseverancia, pase lo que pase y a pesar de todas las apariencias desfavorables, y ésta es nuestra parte de trabajo. ¿Qué necesidad tenemos de saber más?

Para aprender a orar es preciso, pues, sencillamente, orar, orar mucho y saber volver a comenzar a orar indefinidamente, sin cansarse, aunque no haya respuesta, aunque no se produzca ningún resultado aparente. Si Jesús insistió tanto acerca de la perseverancia, es porque sabía que nos sería muy difícil, a causa de una necesidad nuestra de cambio y de novedad.

Para ayudarnos a perseverar os será preciso recordar muy a menudo las características habituales de la oración de fe.

Para orar no esperéis nunca a tener ganas de hacerlo, es una ilusión peligrosa, a la que muchos deben el haberse alejado de Cristo. El deseo de la oración sólo puede nacer de la fe. Desear orar es ya un efecto de la oración. Será suficiente con que sepáis que Dios os espera. Dios siempre desea veros orar, aun cuando no tenéis ganas de hacerlo, tal vez, sobre todo en ese momento. No olvidéis nunca que cuanto menos recéis peor lo haréis y menor deseos tendréis de hacerlo.

Naturalmente, no debéis esperar nada de la oración para vosotros mismos. Es para Dios por lo que hay que orar, no para obtener una satisfacción, ni para tener la sensación de haber orado bien o de poseer un buen método de oración. No debe uno desear otra oración que la que Dios nos da.

No sé que exista en el Padrenuestro ninguna petición cuya respuesta pueda traernos una satisfacción personal, ni siquiera un resultado inmediatamente comprobable. Es menester perseverar sin ver, y por tanto saber volver a empezar sin objeto, por nada, tan sólo por El. Si en verdad todo sucede así, quiere decir que necesitaréis tener mucho valor para orar y todavía más para prolongar la oración y perseverar en ella. El Padre de Foucauld pedía siempre valor, como algo indispensable, y continuamente se quejaba de no tener bastante.

No temáis llevar a vuestra oración ni sacar de vuestra misma oración un fuerte sentimiento de disgusto por vuestras debilidades, vuestras faltas y vuestra miseria. Leed de nuevo la parábola del Fariseo y el Publicano; los dos subieron al Templo para orar, y comprended por qué las preferencias del Señor se inclinaron manifiestamente hacia el Publicano, tímido y consciente de sus faltas. También es muy probable que cuanto más generosa haya sido vuestra oración, el sentimiento de vuestra incapacidad sea tanto más lancinante y más agobiante para vosotros. ¡Qué importa! Por tanto, tenéis que ser delante de Dios tal y como sois, y aceptar la oración como Dios os la pide y no de otro modo. Sobre todo, no intentéis aligerar vuestra oración, haciéndoosla sensible ya a vosotros mismos, por ejemplo, cogiendo un libro. Probablemente perderíais el tiempo. Se trata únicamente de estar realmente presente delante de Dios, no por medio del pensamiento, de la imaginación o de los sentimientos, los cuales quizá vagabundeen por otro  lado, sino por el deseo de vuestra voluntad, constantemente reajustada. A veces la única manera a vuestro alcance de poder expresar esta voluntad, real sin embargo, será permaneciendo físicamente presentes, de rodillas, a los pies del Tabernáculo. Y esto bastará. Esta aspiración silenciosa de vuestro ser hacia Dios, si es auténtica, representa infinitamente más que la meditación o la lectura. En el tiempo de la oración es preciso saber aceptar sus exigencias.

Por tanto, muchas veces tendréis que ir a la oración como se va a la cruz. Es mucho más profundamente cierto de lo que pensáis, ya que es, justamente, en la oración cuando estáis asociados al trabajo de redención que se opera en la cruz. Id a la oración para perderos en ella y estaréis seguros de realizar por entero la voluntad del Señor: "pues quien quisiere poner a salvo su vida, la perderá; mas quien perdiese su vida por causa de mí, la hallará" (Mt XVI, 26).

Hermanitos, os aseguro que no existe otro método más cierto ni más en conformidad con el Evangelio. Si hacéis esto no podréis extraviaros. No temáis aceptar el vacío de pensamiento y de sentimiento, con tal de que no haya sido provocado artificialmente por medio de vuestros esfuerzos y con tal de que hagáis pasar a ese vacío la espera silenciosa, valiente, dolorosa tal vez, en todo caso oscura, de la visita divina.

Sabed esperar el encuentro con Dios, aunque sea toda vuestra vida, sin dejar de creer en El y renovando cada día esta espera. Esto es perseverar con fe en las palabras del Señor y tener su lámpara abastecida de aceite.

* * *

Toda vida en el Universo visible está sujeta a un ritmo; la vida de las plantas como la vida de los cuerpos y la del espíritu, y los dos tiempos de este ritmo se oponen, como se opone el ejercicio al reposo. Toda orientación en la vida expone esta a un peligro, a la ruptura del ritmo, ruptura motivada por la utilización aburrida de un solo tiempo de ese ritmo a expensas del otro. La vida divina del hombre y su oración no escapan a esta ley ni a sus riesgos. El modo de vida de las Fraternidades, el de las pobres gentes aprisionadas en el engranaje de la preocupación diaria, tiene, pues, sus peligros propios, lo mismo que los tiene la vida del solitario o la del monje. En el caso de los trabajadores, el embotamiento de la inteligencia puede arrastrar consigo una cierta pesadez de la voluntad; el exceso de fatiga puede romper el equilibrio nervioso y el dominio de sí mismo; de igual modo que la agitación y el ruido continuo pueden, a la larga, alterar el silencio interior del corazón. Es, por tanto, indispensable procurarse, a intervalos regulares, un tiempo para la reflexión acerca de la fe, del Evangelio, de uno mismo, con objeto de no engañarse sobre las propias disposiciones íntimas.

Por tanto, no podréis prescindir, sobre todo las Fraternidades de trabajo o de ayuda, de unos momentos de calma física, de reposo, de silencio exterior, que debéis procuraros periódicamente. Este ritmo es vital, al mismo tiempo que profundamente humano. El mismo Jesús comprendió su necesidad y respetó sus exigencias: sus tres años de vida pública no solamente comienzan con un retiro de cuarenta días, sino que están como jalonados por escapadas al desierto, de noche o al amanecer, con objeto de orar en paz durante algunas horas; otras veces llevando a su lado a sus Apóstoles, para un descanso de varios días.

Este es el momento de recordaros el gran mandamiento del descanso semanal, impuesto por Díos al hombre desde el origen del mundo. El descanso del séptimo día representa un ritmo tan esencial, que Dios marcó con él a la Creación desde su primer impulso vital, y aparece ante nosotros como enlazado a la misma Creación, de la que procede como un reflejo, como una imitación. «Y rematada en el día sexto toda la obra que había hecho, descansó Dios el séptimo día de cuanto hiciera: y bendijo al día séptimo y lo santificó, porque en él descansó Dios de cuanto había creado y hecho» (Gen 1, 3). «Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo es día de descanso, consagrado al Señor tu Dios..., pues en seis días hizo el Señor los cielos y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo santificó» (Ex 8, 11).

«No dejéis de observar mis días de descanso, ya que son entre vosotros y Yo un signo para todas vuestras generaciones, para que sepáis que soy Yo, Yahvé, quien os santifica» (Ex XXX, 1, 13, 14).

¿Nos damos cuenta de que se trata de un precepto especialmente grave y sagrado? Su trasgresor era castigado con pena de muerte, como si hubiera atentado a una obra viva de la Humanidad. Este ritmo de reposo es sagrado, concurre a perfeccionar la semejanza divina en el hombre, en el plano de la acción, hasta el punto de que la falta de observancia de esta Ley llevará consigo una degradación de la imagen de Dios en el.

La Humanidad ha perdido el sentido de esta Ley divina, y si vuelve a encontrar el principio que gobierna el día semanal de descanso, ya no sabe vivirlo como un reposo del hombre creado a imagen de Dios. Los hombres ya no saben cómo detener sus actividades, encadenadas unas a otras. ¿Es que siguen siendo dueños de sus actos? La misma cristiandad tampoco ha escapado al contagio; no retiene ya más que el contenido material del mandamiento de la Iglesia, muchas veces para observarlo con cierto formalismo, a menudo olvidando lo sustancial de un precepto siempre en vigor dictado por el Creador, cuya amplitud desborda las prescripciones de la Iglesia, que vinieron más tarde para precisarlo y pulirlo, pero no para abolirlo.

Estas alternativas regulares de reposo y actividad son, por tanto, una necesidad vital para el cuerpo y para el alma, para el trabajo y para la oración; necesidad transformada por Dios en un imperativo de orden moral. Esto lo olvidamos fácilmente. Aunque asistamos a Misa los domingos y suspendamos los trabajos llamados "serviles" seguiremos en deuda con Dios si continuamos ocupando el resto de nuestra jornada con actividades de otro género, igualmente desbordantes y absorbentes. La ley tiene un espíritu que es preciso comprender bien. ¿Sabemos todavía someternos humildemente, cuando podemos hacerlo, a la ley del reposo evangélico, a ese apaciguamiento nervioso tan necesario? Desobedecer a una ley tan esencialmente vital tiene graves consecuencias.

Hermanitos trabajadores, tenéis que hacer un esfuerzo para respetar mejor el espíritu de esta Ley divina; un ritmo periódico de reposo para el cuerpo y para el alma es una obligación que compromete a vuestra conciencia. Cuando no os haya sido realmente posible orientar en este sentido el día mismo del domingo, no debéis consideraros como liberados de las exigencias que Dios mantiene sobre vuestras vidas.

En la mayoría de los países del mundo existen textos legales que imponen y reglamentan el descanso semanal; y la gran masa proletaria no ha podido en muchas ocasiones, reconquistar la libertad de poder guardar ese ritmo esencial de la vida, sino a costa de largas luchas. Tenéis que combatir para conservar esta libertad.

Sois pobres, sin duda, y nada más que esto, sometidos a la condición general de los trabajadores, y no siempre tendréis la posibilidad de observar íntegramente el contenido del precepto; pero tenéis que hacer todo lo que podáis, y no sé si siempre hicisteis todo lo que debéis para cumplirlo. Temo que ese engranaje de actividad se apodere de vosotros, esa esclavitud que coloca al hombre en la casi imposibilidad de detenerse para descansar, para el reposo, llevándole más bien a la sustitución de una actividad por otra distinta. Algunos tendrán que hacer un verdadero esfuerzo para poder aceptar las leyes ineluctables de su humilde situación de trabajador manual, teniendo que aprender cómo dejar su cuerpo en reposo.

Pero existe también, y es más importante, aunque dependiente del primero, el ritmo de la vida del alma; he ahí por qué el día de descanso está santificado por Dios. Tocamos aquí nuestras relaciones directas con Él. Algunos horarios de trabajo no son compatibles con el desarrollo, no digo de una vida religiosa o sacerdotal, sino sencillamente cristiana, ya que los momentos de descanso, diarios o periódicos, que llevan consigo son insuficientes para permitir un mínimo vital de reposo espiritual, de oración silenciosa, de alimentación de la fe por medio de la reflexión. Y esto, Hermanitos, lo sabéis bien vosotros, los que habéis experimentado ciertos modos de vida; la del marinero, por ejemplo, o la del capataz de granjas; cuando unos estatutos de la profesión, inexistentes o insuficientes, no reglamentan la duración de las horas de trabajo en un sentido humano. Ya recordáis con qué insistencia pedí que tomarais todas las disposiciones a vuestro alcance, con el fin de insertar en estas modalidades laborales el mínimo vital de respiración humana y cristiana, aunque vuestros compañeros de trabajo no sientan ya su necesidad, como consecuencia de un acostumbramiento puramente mecánico, y también porque han perdido el recuerdo de las exigencias que tiene la vida del espíritu. Es preciso que las Fraternidades estén presentes en esos ambientes, donde los hombres están más agobiados por el trabajo corporal, donde son más desgraciados, aunque a veces no lo sepan, pero, sobre todo, donde están más lejos de Dios, y donde los cristianos no pueden llevar ya una vida cristiana. Estos, más que ninguno, necesitan vuestra presencia, pero no podemos permanecer con ellos, sino después de haber obtenido el respeto de las exigencias esenciales a nuestra vida de oración; son aquéllas que todo hombre debería exigir, las que todos tienen el derecho de pretender; las exigencias de un Hermanito no van más allá de las que todo cristiano debería obtener para si mismo, ya que él también tiene el deber de luchar por un ritmo de vida compatible con la perfección cristiana. Ahora bien, estas condiciones no bastan para realizar nuestra vocación, y son precisamente las que tenemos que mantener firmemente.

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Este ciclo vital de respiración espiritual se concreta, para nosotros, en la media jornada semanal de silencio, de lectura y de oración; y en la jornada mensual de retiro y revisión de vida; sin contar el retiro anual, y el ritmo más amplio de sesiones periódicas de estudio, y estancias en las Fraternidades de adoración, a intervalos más o menos largos.

Ahora comprenderéis mejor la importancia de este ritmo de vida, sobre todo la del ritmo semanal y mensual. Aprended a poner en práctica vuestra energía y vuestras facultades inventivas, a fin de encontrar el modo de observarlos, ya que su realización dependerá, a menudo, de una buena organización del tiempo, así como del descubrimiento de un buen lugar de retiro. En efecto, la experiencia demostró que ésta era la mejor solución; es preciso dejar la Fraternidad e ir a otro sitio; a la naturaleza, a una iglesia, a un monasterio, o a una casa amiga silenciosa. Sois como esos pobres que viven tan estrechos y que necesitan, mucho más de lo que se cree, esos oasis de silencio que son los monasterios, con tal de que éstos sean fieles a su vocación y acojan fraternalmente a todos aquellos que desean rehacerse en el espacio de recogimiento limitado por su clausura. Es muy oportuno que por este medio seáis capaces de experimentar, por vosotros mismos, hasta qué punto son indispensables los monasterios de clausura para la respiración espiritual de una ciudad cristiana.

Sed muy firmes en la observancia de estos retiros periódicos. Las exigencias del trabajo, las de la caridad, vendrán sin duda a trastornar a veces este orden. Ya sabéis por experiencia que para realizarlo se necesita cierta agilidad de espíritu, pero no vaciléis respecto al principio que lo inspira. A veces os sucederá lo que le sucedió al mismo Señor, que os persigan hasta el lugar mismo de vuestro retiro, y que tengáis que sacrificar, a pesar vuestro, una jornada de recogimiento apenas comenzada. Jesús se dejaba llevar al desierto, y regresaba pacientemente para constituirse prisionero de las muchedumbres; lo que no le impedía aprovechar de nuevo la primera ocasión de adentrarse en el desierto: «Y al amanecer, muy oscuro todavía, levantándose, salió y se fue a un lugar solitario y allí hacía oración. Y fue en su busca Simón y los que con él estaban, y le hallaron y le dicen: "Todos andan buscándote"» (Mc I, 35-36).

Es necesario comprender bien el alcance de esta alternativa, que os lleva a perseguir la unión con Dios en dos direcciones de vida diametralmente opuestas. Por un lado, las jornadas de trabajo cargadas de fatiga, atropelladas por la importunidad de aquellos que tienen necesidad de vosotros, os obligarán a tener una oración oscura, informe, a veces dolorosa, de la que ya conocéis ahora su valor de purificación y de unión con Dios en la fe. Por otro lado las horas de recogimiento más prolongadas, las horas de silencio, os encontrarán, a causa del contraste, como un poco psicológicamente inadaptados, por lo menos al comienzo. Es normal. De esta manera os obligarán a un esfuerzo espiritual en el plano de la lectura meditada, y de la profundización de la fe; esfuerzo muy útil, ya que sentiréis menos la tentación de complaceros en vosotros mismos, deteniéndoos a considerar lo que hacéis. De igual modo, también os costará más trasladaros sin transición al silencio exterior, lo cual no significará necesariamente que os falten generosidad o silencio interior. A veces se tratará de una simple desorientación y el esfuerzo para sobreponerla dará su pleno valor de desasimiento al silencio exterior, que observaréis durante esos cortos tiempos de retiro en el «desierto». Esto os permitirá aseguraros acerca de la realidad del silencio interior, que habréis debido guardar en el fondo de vuestro corazón, durante vuestra vida ordinaria. Estos períodos alternos de vidas diferentes son para vosotros una garantía de verdad en la fe. Entregándoos generosamente a una y otra, sin intentar eludir lo que cada una de ellas os ofrece de desasimiento, de entrega generosa, evitaréis los riesgos inherentes a cada una de estas formas de vida. Vuestra oración, vuestra fe, vuestro amor de Dios y de los hombres, estarán al abrigo de las ilusiones. Por lo que concierne a la oración, ya que es de ella sobre todo de lo que os hablo hoy, os veréis constantemente constreñidos a abordarla en tales condiciones que os obligarán a un esfuerzo de fe, ya se trate de la hora de adoración al atardecer de un día de trabajo, o del silencio que guardaréis durante una jornada de retiro.

Insisto en el valor de acercamiento hacia la unión divina que tiene en vuestro ritmo de vida el período de trabajo y el de fatiga. No es un tiempo durante el cual vivimos como de algo adquirido, consumiendo energías espirituales almacenadas durante nuestros momentos de retiro; como si fuera un depósito que se llenó y se vacía en poco tiempo. Semejante concepto es totalmente falso. Ello equivaldría a rechazar en la vida de oración llevada con coraje en circunstancias difíciles, un valor de crecimiento en el amor. Un cuerpo vivo se fortalece tanto con el ejercicio como con el reposo. Estos dos elementos son igualmente necesarios a la salud y al desarrollo. El descanso continuo debilita al cuerpo, así como el exceso de ejercicio arrastra consigo el desequilibrio nervioso. Es imprescindible alternar el reposo con el ejercicio a fin de lograr el desenvolvimiento vital. Lo mismo sucede con nuestra oración viva. En ese estado de expropiación de nosotros mismos, en el que nos sumerge el esfuerzo valeroso para orar al atardecer de una jornada agotadora, estamos tanto, y a veces más, a disposición de la acción santificadora del espíritu divino, que en el transcurso de un reposo apacible en la lectura meditada, hecha en el umbral de una jornada silenciosa; pero uno y otro son los dos elementos que aseguran, al abrigo de las ilusiones, el equilibrio y la profundización generosa de nuestra vida por Dios.

 

René VOILLAUME

En el corazón de las masas

Madrid, Studium 1964. pp. 90-109