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TESTAMENTO DE RENÉ VOlLLAUME

  

Me dirijo en primer lugar a mi Familia, a todos sus miembros, chicos y grandes, cercanos y lejanos. Quiero decirles a todos, cómo los he amado, a pesar de que mi vocación no favorecía los encuentros Familiares. Y que mi temperamento poco expresivo, no permitía la expresión de mis sentimientos más profundos.

El afecto espontáneo que envolvió mi 90 cumpleaños, liberó los sentimientos de ternura que a esa edad se tienen hacia todos. Y entre ellos uno siente el sufrimiento de no poder aliviar a los hombres de las preocupaciones, penas y miserias que les Invaden. Mi esperanza y mi alegría descansan hoy, en la posibilidad que tengo en Dios, por la gracia de Cristo, de intervenir en alivio de las miserias humanas de la humanidad y especialmente en las de aquellos que he conocido y amado en esta tierra.

Y ahora, liberado de todas las incapacidades de comunicar y de todas las limitaciones unidas a la condición terrestre, os prometo, si Dios lo permite, estar presente a cada uno y pedir al Señor que os bendiga, que os ayude en los momentos difíciles y en las pruebas dolorosas. Pediré especialmente por los matrimonios jóvenes y por las nuevas generaciones para que sigan generosamente fieles a la fe cristiana. Suplico a la Providencia que vele por todos vosotros, hasta el día en que uno tras otro, os unáis a mí en la eterna vida de Cristo.

* * *

Señor, hace unos meses que cumplí 91 años. Mi partida de este mundo no debe estar lejana. Hace algún tiempo, Dios mío, tocaste mis ojos, a fin de enseñarme a desviarlos poco a poco de la visión de las realidades terrestres. Hace unos meses comprendí la gracia que me hiciste, pues la disminución de mi vista, que hacía imposible toda lectura, fue acompañada por una gracia inesperada de claridad sobre las realidades invisibles, que me hacían tanto tu presencia sensible como la de mi Señor Jesús casi permanente. Una gran paz invadió mi alma, haciéndome sensible la presencia de mi ángel, el que me guía en esta vida, y ha de acompañarme en la gran travesía.

De un manera cada vez más habitual, toda mi vida pasada está a menudo presente en la memoria de mi corazón. Sé, Señor, que no podré presentarme ante Tí, sino devolviéndote esta existencia que me diste. Mientras permanezco en la condición terrestre, los recuerdos no son más que acontecimientos que ya no existen. Pero se que para Tí el tiempo es un eterno presente. Cuando te vea como eres, toda vida estará ahí presente a tu corazón de Padre, por la gracia de mi salvador Jesús que dijo que no perdería a ninguno de aquellos que le fueron entregados. Todo lo se me conceda ver de mi vida lo será a la Luz de tu Verdad. La visión simultánea de tus incontables gracias y de mis numerosas faltas, harán subir hacia Ti un himno de acción de gracias y de abandono de toda miseria en la misericordia del corazón de Cristo.

Desde mi infancia me atrajiste a Ti. Cuando hice mi primera comunión, hacia lo siete años sentí un fuerte atractivo por la misa. Jugaba a imitar al sacerdote en el altar, revestido de una pequeña casulla, que mi madre o mis hermanas habían cosido. Desde que por mi edad pude hacerlo, ayudaba a misa por las mañanas en una capilla cercana. Me gustaba acercarme al altar revestido con la sotana roja de los monaguillos. Para responder al celebrante tenia un librito en el que las respuestas en latín estaban impresas en caracteres más gruesos. La Pasión de Jesús estaba representada en imágenes, de forma que cada parte de la liturgia correspondía a un episodio de la Pasión. Yo sabía que la misa era el Santo Sacrificio de Jesús ofrecido a Dios por el sacerdote de una manera misteriosa.

Más tarde, en mi adolescencia me diste la gracia de introducirme en el misterio de amor del Sagrado Corazón de tu Hijo. Yo iba, a veces, por la noche, a la penumbra trasera de la capilla a rezar ante el altar dedicado a tu Sagrado Corazón. En todo, Tú actuabas con tu gracia.

Hacia los 17 años, mientras estudiaba filosofía, sentí tu llamada al sacerdocio. Pero no acepté entonces responder positivamente a la misma. Mi padre había decidido que ingresara en la Escuela Politécnica. Entonces, interviniste, Tú, Señor, visitándome en un relámpago de luz. Era un domingo por la mañana en el colegio de San Juan de Betune. Después de comulgar, me había vuelto al banco y rezaba con la cabeza inclinada entre las manos. Según la costumbre de entones, a la Misa dominical, le seguía la exposición del Santísimo Sacramento- De repente, bruscamente me vi transportado en espíritu hacia la custodia, y penetrar en la Hostia consagrada, Al mismo tiempo fui invadido por una gracia que no se puede describir. Esta unión a Jesús Hostia fue tan profunda que durante algunos días, yo no sabía donde estaba. Era como un estado somnoliento, pero esta vez, con la decisión claramente aceptada y tomada de ser sacerdote. Después de largas tergiversaciones, mi padre aceptó, no sin pesar, mi vocación.

Pero la luz que me diste, Señor, aunque me indicaba claramente que me querías sacerdote, no me indicaba con la misma claridad el camino a seguir. Me confíe a mi profesor de filosofía, un santo sacerdote de los padres eudistas. A lo largo de un año, y sin poder tomar una decisión, yo proyectaba ser, sucesivamente, monje benedictino, sacerdote del Santísimo Sacramento (sacramentino), y finalmente bajo la influencia de mi amigo Francisco Blondel -que acabó orientándose al matrimonio-, padre blanco.

Fue entonces. Señor, cuando tuviste una tercera intervención en mi vida, a través de una luz inesperada. Durante el curso escolar 1922-22 (quizás el curso precedente, no lo sé con certeza) tampoco sé a causa de qué circunstancias, el libro de Rene Bazin sobre Carlos de Foucauld, cayó en mis manos. Interviniste Señor, a través de la certeza de una gracia luminosa que no dejaba en mi alma ninguna duda: yo debía imitar la vida de Carlos de Foucauld. No puedo olvidar este instante. Me vuelvo a ver de pie, frente a la ventana del salón, el libro en las manos, con los ojos inundados de lágrimas. Era una certeza que venía de Ti. Descubrí en la vida de Carlos de Foucauld, realizadas en una sola, las tres vocaciones que sucesivamente me habían atraído: ser monje, misionero, y adorador del Santísimo Sacramento.

Pero, de nuevo, me dejaste buscar el camino para alcanzar el ideal de mi vida. Solo, con 17 años, ¿qué podía hacer?. Pensé que entrar en los Padres Blancos sería el mejor modo de llegar a ese ideal. Pero tenía una salud frágil, y el médico de familia, el Dr. Laurent, desaconsejó el marchar a África. Una vez más me encontraba en la oscuridad. Por Fin, gracias al consejo del cura de Fraissinette en quien mis padres confiaban, se decidió que entrara en el Seminario de San Sulpicio de la diócesis de París, en Issy-les-Moulineaux.

A continuación, seguiste interviniendo, Señor, para modificar mis pobres proyectos y obligarme a realizar el vuestro. Finalmente al cabo de dos años yo realizaba mi sueño de entrar en los Padres Blancos. Pero me hiciste abandonarlos gracias a una enfermedad, y muy angustiado reingresar en el Seminario de Issy donde se constituiría el grupo fundador.

Durante mi estancia en Roma a donde fui enviado a estudiar por Mons. Rolland Gosselin mi obispo, tuve ocasión de encontrar al Padre Henrion, que vivía en Túnez y decidí que me uniría a él. Una vez más tu intervención, Señor, y con ella, el que el P. Henrion rechazara mi incorporación junto a él.

Escogido por mis hermanos del grupo para ser responsable del mismo, no sabía qué hacer, ya que tampoco los Padres Blancos quisieron recibirnos. De todos modos, se decidió hacer la fundación, pero ninguno de los dos lugares que había buscado, parecían convenientes, y sin haberlo buscado, el capitán del Anexo de Geryville, me indicó EI-Abíodh-Sidi-Cheikh. Una vez más, descartaste Túnez, Señor Jesús, deshiciste todos mis proyectos para sustituirlos por el tuyo.

Reelegido prior por mis hermanos en el retiro que precedió a nuestra consagración en Montmartre, yo había decidido que deberíamos comenzar esta fundación en la mayor discreción. Una vez más, Señor, tu intervención desbarató nuestros proyectos, ya que sugeriste al Cardenal Verdier, arzobispo de París, dar la mayor publicidad, bajo su presidencia y en la Basílica de Montmartre, a nuestra consagración y a nuestra partida.

A partir de este momento me encontré por primera vez, como prior, al frente de una comunidad silenciosa y enclaustrada. Mi temperamento era el de un solitario. Mi niñez en La Bourboule durante los años de la guerra de 1914, era la de un niño solitario, que no iba a ninguna escuela, sino que estudiaba en casa, siendo mis profesores los curas de los pueblos cercanos. Mis diversiones eran también las de un muchacho solitario, y no tenia sino uno o dos compañeros de juegos, con quienes me veía sólo durante las vacaciones. Me apasionaba la lectura y no sólo leía novelas de aventuras o de Julio Verne, sino obras más serias como las de astronomía de FIammarion o historia de los emperadores de China. También Carlos de Foucauld, durante su Juventud, había compartido esta pasión de la lectura solitaria de buenos libros. Yo como él era un amante de la soledad, y por ello me gustaba nuestra vida en EI-Abiodh, cuya regla y espiritualidad estaban influidas por las de la cartuja; pues los cartujos nos habían ayudado mucho en los comienzos, con sus consejos.

No me daba cuenta de las necesidades de los hermanos: verme, sentir una dirección y una verdadera puesta en común cuando las decisiones a tomar, interesaban a toda la comunidad. Señor, me pregunto cómo lo hiciste para servirte de un instrumento tan poco adecuado, para lo que Tú esperabas de él. ¡Sin duda, hice sufrir a mis hermanos, sin darme cuenta de ello...! Cuando ahora al escribir, vuelvo a revivir aquellos años de El-Abiodh, me siento confundido.

Pero no es sólo durante la época sahariana, sino más tarde, durante el tiempo en que fui prior, que vivía demasiado encerrado en mí mismo, sin saber compartir con mis consejeros, ni animar una vida comunitaria. Surgen en mí verdaderos remordimientos al recordarlo. Mi única excusa es que no me daba cuenta de lo que mis hermanos esperaban de mí. Verdaderamente, Señor, si tu proyecto se cumplió no fue gracias a mí, sino a pesar de mí. Me siento confuso cuando pienso que elegiste a un hermano de carácter solitario, para animar un ideal de vida, profundamente fraterno y comunitario. Como fundador, he tenido que actuar siempre, a contracorriente de mis tendencias profundas.

Desde aquí quiero humildemente pedir perdón a todos aquellos a quienes hice sufrir por mi carácter, mi falta de espíritu comunitario, así como por mis torpezas en mis esfuerzos de colaboración.

Cuando se me ocurre pensar las razones por las que me encargasteis la obra de las Fraternidades, a pesar de esas deficiencias, me pregunto si mi disposición a vivir como un solitario ante Tí y contigo, no estaba destinada a recordarnos que para llevar en el mundo una vida contemplativa de íntima unión contigo, ¡ Oh Jesús!, tenemos que aprender a amar la soledad contigo. Este amor a la soledad, fecundado por la gracia de tu presencia me permite aceptar mejor el aislamiento que acompaña a toda persona muy anciana.

Es verdad, Señor, que el gusto por la soledad, puede ser un replegarse sobre sí mismo, y no he escapado, lo confieso, a este defecto. Sin embargo, desde hace aproximadamente dos años, yo vivo esta soledad aparente, no en mí mismo sino en Ti, pues toda ella es presencia al mundo de Jesús, de los ángeles y de los santos. Entonces, me siento anegado de una gran paz llena de esperanza.

A pesar de ello, no me has abandonado en mí mismo; pues quisiste que encontrara a Hermanita Magdalena que iba a introducir grandes cambios en mi vida, y lo confieso, un poco a mi pesar.

* * *

Cuando dispusiste mi encuentro con Hermanita Magdalena en El-Golea, yo no le atribuí una importancia especial, era a mis ojos un encuentro fortuito y sin continuidad. Me sugeriste, Señor, invitarla a un retiro a El-Abiodh. No podía pensar hasta qué punto este segundo encuentro iba a trastornar toda mi vida y la de las fraternidades. Pues es evidente, que sin nuestro encuentro las Fraternidades nunca hubieron llegado a ser lo que son. También creo, Díos mío, haber sido un apoyo para Hermanita Magdalena, no por lo que yo era, con todos mis defectos, y resistencias, sino como sacerdote y teólogo. No es este el lugar para contar la historia maravillosa de la aventura espiritual que fueron sucesivamente, el nacimiento de las fraternidades obreras en Francia, después la expansión universal de las pequeñas y frágiles fraternidades, diseminadas por todo el mundo y por medio de las cuales, ¡Oh Jesús!, quisiste decir una Palabra a la Iglesia de ese momento.

En esa época, como nunca, yo no sabía adonde iba. Hermanita Magdalena me enseñó -no sin dificultades-, a renunciar a mis proyectos tan rígidamente razonables, para dejarme llevar por Dios, allí donde yo no había previsto. Sólo Dios sabe la gracia que recibí por el ejemplo y la manera en que Hermanita Magdalena se dejaba guiar por tu Espíritu. Te serviste de ella para enseñarme a salir de mí y a acoger a los demás, incluso cuando yo ponía por delante mis planes de trabajo. Ella me enseñó a

dejarme molestar sin hacerme esperar. No siempre sin fricciones ni penas, pues yo resistía, a veces, constreñido entre sus intuiciones que eran la expresión de tu voluntad, y mis previsiones organizadas de antemano.

Ahora, estoy en paz. Pues estoy seguro de que Hermanita Magdalena me ha perdonado cien veces, los disgustos que le causé, y también porque en la medida en que te ofendí, Señor Jesús, tu misericordia lo ha borrado. Hasta el final, hasta su muerte, Hermanita Magdalena me enseñó lo que era el amor, especialmente el amor de los pequeños y el de todos los que acudían a ella.

¡Señor Jesús, Dios mío! Te suplico me perdones todo el mal que queda en mí, hasta hoy mismo. A medida que me acerco a Ti, tu Luz me hace descubrir tanto mal, que no encuentro reposo más que en tu divino corazón abierto. ¡Querría encontrarte Jesús, con la misma inocencia que el niño al que gustaba ayudar a misa, uniéndose a tu santo sacrificio!

* * *

La mayor gracia que me concediste, Señor, a lo largo de toda mi vida y a pesar de mis innumerables infidelidades, ha sido creer en tu Presencia en el seno de la Humanidad, no sólo en la del Reino, por la que reinas invisiblemente en los corazones, sino en esa Presencia única, prolongación final del movimiento de la Encarnación. De tal manera que no sólo estás presente en los hombres por el Espíritu que prometiste enviarnos, sino corporalmente, conforme a la promesa que hiciste a los apóstoles, de permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos. Eres Tú mismo, Jesús cuerpo y alma en la persona del Verbo, el que has creado un nuevo orden de cosas, el orden sacramental, por el que continúas comunicándonos lo que el Padre te ha revelado, salvándonos por el sacrificio de la Cruz, alimentándonos con tu Cuerpo y tu Sangre, y oyendo en nuestra lengua propia decirnos: "Yo le perdono tus pecados... vete en paz".

Tú nos concediste la gracia, tanto a Hermanita Magdalena como a mi mismo, de buscarte, encontrarte y permanecer contigo, por nuestra fe en la Iglesia, Sacramento de tu presencia en el seno de la Humanidad, como por nuestra fe en la eucaristía, Sacramento de tu presencia corporal, sacramento de la intimidad divina de tu amor, en comunión inefable con tu Corazón, ¡Oh Jesús!, mi Bienamado Salvador.

Nuestro amor a la Iglesia lo fortaleciste, purificándolo por las pruebas. En el momento de la fundación de las primeras fraternidades obreras, siempre acepté en espíritu de fe las reticencias y las prohibiciones de la Iglesia. En total libertad y transparencia siempre he sometido nuestra manera de actuar tanto a los obispos como a Roma. Y Tú sabes bien, que gracias a esta actitud de fe, obtuve de Pablo VI el cese de la prohibición del trabado asalariado de los sacerdotes-obreros. Jamás he criticado a tu Iglesia, ¡Oh Jesús!, acordándome de tus palabras. "El que os desprecia, me desprecia".

En cuanto a Hermanita Magdalena, conociendo su amor a la Iglesia, y a su representante en Roma, permitiste que fuera profundamente probada hasta el fondo del alma, por la prueba de una visita canónica... ¡Sólo Tú, Señor Jesús, sabes hasta dónde sufrió, dado su amor a la claridad y a la lealtad!

Te dirijo, ¡Oh Dios mío!, una ardiente plegaria, que todos aquéllos y aquéllas que quieren ser discípulos del humilde Hermano Carlos, reciban la gracia de una fe profunda en tu Iglesia. En un siglo atravesado por ideologías contestatarias, por la constante crítica a cualquier autoridad, guarda el corazón de mis hermanos y hermanas para que miren a la Iglesia como la fe de un niño, y esperen más allá de las personas que la constituyen, más allá de la realidad humana que es su materia, la divina realidad de tu Sacramento. Dales, Señor, la alegría de la firmeza de la fe de la Iglesia, la fuerza de resistir a quienes quieren llevarlos a una crítica vana. Que recuerden que la calumnia e incluso la maledicencia, son siempre faltas graves contra la caridad, y tanto más grave cuando se trate de la Iglesia.

Creo poder decir con verdad, Señor, que jamás -al menos conscientemente- he calumniado a la Iglesia, ni hablado mal de ella. Se también, que Hermanita Magdalena era en este punto más exigente que yo mismo. Y si voluntaria o involuntariamente he causado algún mal a tu Iglesia, te pido que me lo perdones por tu gran misericordia.

Quiero sobre todo agradecerte las gracias que me has concedido por tu Iglesia. Yo he encontrado en ella la paz en los momentos difíciles, y sobre todo la certeza de que actuaba conforme a tu voluntad. Gracias, Señor, por todos los que me apoyaron en nombre de tu Iglesia, e iluminado en los momentos en que había que tomar decisiones difíciles. En especial, Mons. Carlos de Provenchères. ¡Cuántas gracias, cuántos consejos, cuántas sabias directivas, recibí de él! ¡Sólo Tú y Hermanita Magdalena lo sabéis!

Durante esos veinte o treinta años, ¡cuántas veces, desorientado por algunas corrientes de pensamiento, por algunas ideologías, por algunas maneras de concebir la vida religiosa, o incluso de concebir el culto o la liturgia eucarística, encontré la paz de espíritu y la respuesta a las cuestiones que me planteaba, en los textos del Concilio Vaticano II! Por ello te doy gracias, y te suplico que extiendas abundantemente entre los discípulos de tu servidor el Hermano Carlos, que tanto amó a la Iglesia, la fidelidad de una filial y sencilla obediencia.

* * *

Sin embargo, ¡Oh Dios mío!, la mayor de tus gracias la que ha llenado mi vida hasta el día de hoy, ha sido la de tu divina y santa Eucaristía. Tu presencia en la hostia consagrada fue la alegría de mi infancia, la admiración de mi sacerdocio, la luz que iluminó la orientación de mi vida, cuando a los 16 años, Tú me transportaste en una unión indecible contigo, a la hostia consagrada, expuesta sobre el altar. Entonces me hiciste comprender que debería ser sacerdote, para ofrecer el Santo Sacrificio. Sí, esta llamada al sacerdocio fue la primera y la que determinó toda mi vocación.

Hacia el fin del tiempo de Seminario, cuando tenía 22 años, me preparaba a recibir las órdenes sagradas. A la sombra del sagrario, en la capilla del Seminario, en una silla del coro muy próxima al altar, a la que acudía cada noche a visitarte, venías a verme y me llevabas contigo, hasta tal punto que yo no estaba ya en la tierra. ¡ Oh Señor, si se conociera lo que es tu Amor, y cómo puede fascinar y traspasar un corazón humano...!

¡Perdón Jesús, por haber respondido tan mal a tales delicadezas por tu parte...! ¿Cómo podía permanecer días y semanas sin responder a semejantes detalles? Pero Tú comprendes lo que es la miseria de un pobre ser humano, tan profunda e intensamente preocupado por el mundo físico y sensible, que es el suyo.

Después de la gracia de mi ordenación sacerdotal y las de los primeros meses, hubo la de la Fundación de El-Abiodh, donde en el silencio de cada noche, pasábamos largos ratos, adorando el misterio incomprensible y siempre nuevo, de la Presencia del Amor en el Santísimo Sacramento. Y cuando Tú, nos dispersaste por el ancho mundo, Tú estabas con nosotros, velando en el sagrario de nuestros pequeños oratorios, recordándonos constantemente que en la soledad de tu Amor, eras el centro de nuestra vida y la razón de ser de nuestra vocación,                             ;

Y heme aquí, Jesús, al final de mi vida. Con más amor que nunca para tu Santo Sacramento. He pecado mucho durante mi vida, he sido, a menudo, infiel a mi vocación, no siempre supe guardarme de los múltiples atractivos de este mundo y captaban mi curiosidad entregándome a otras preocupaciones distintas, a la de recordar tu Presencia. A pesar de todo ello, creo haber conservado la fe viva en la soberana realidad de tu Presencia en el misterio de tu Eucaristía. Tu lo sabes, Señor, como conoces el sufrimiento que experimento cuando constato que el Sacramento de tu Sagrada Humanidad, la presencia de tu Cuerpo y de tu Sangre, son tratados a la ligera, sin que se observen signos de respeto y adoración. Se trata, sin embargo, del mayor misterio que exista sobre la tierra, en medio de todas las cosas creadas. Lo mismo me ocurre con el misterio del Santo Sacrificio y la manera cuya celebración hace presente tu dolorosa pasión "pues cada vez que se celebra el memorial de este sacrificio, se cumple la obra de nuestra redención”.

Señor, Tu sabes hasta qué punto me turba este asunto. Me turba porque no acabo de aceptar la manera en que a veces se tratan estos misterios divinos. Me turba la supresión de la mayoría de los signos exteriores e incluso de los ritos litúrgicos, que expresaban el carácter sagrado, infinitamente adorable del sacramento del altar. No quiero juzgar a los cristianos que piensan que están dispensados de observar las normas litúrgicas, y sin embargo sigo pensando que la supresión de los signos sagrados con los que se rodeaba la conservación de la Eucaristía en el sagrario, y su celebración litúrgica, insisto, en que esa reducción o supresión, no puede sino favorecer la tibieza de nuestra fe.

Perdóname, Señor, si me equivoco. Pero, ¡amo tanto tu Sacramento! Te confío mi pena, ¡0h Jesús!, y no puedo sino suplicarte que concedas a todas las fraternidades la gracia de permanecer, en medio del mundo, y entre las corrientes contradictorias de pensamiento que atraviesan la cristiandad- ser testigos fieles y llenos de amor para tu santa Eucaristía.

Es la última gracia que me atrevo a pedirte. Que tengan una fe de niño, la que permite tener el alma inundada por tu inefable alegría, ¡oh Jesús!, la que nace de la contemplación de las maravillas del Amor de tu Reino. Ante tu Presencia en la Hostia consagrada el niño se maravilla y penetra en el misterio, mientras el adulto se ve tentado a comprenderlo racionalmente, y lo reduce así, a la medida de su inteligencia natural. Ninguna inteligencia humana, ninguna teología es capaz de penetrar un misterio, que es misterio de la Encarnación de un Dios y su prolongación en nuestra historia.

¡Oh Jesús!, Tu agradeciste un día al Padre, el haber escondido estos misterios de tu Reino a los sabios y a lo poderosos y habérselos revelado a los más pequeños... ¡Haz, Señor, que nosotros todos estemos entre los más pequeños!

* * *

Señor, poco tiempo me queda ya para vivir en la tierra, y sin embargo quiero por encima de todo elevar desde mi corazón hacia Tí, un inmenso canto de alabanza y de acción de gracias por todos los dones recibidos de Tí, además del de la misma vida.

Gracias Señor, por la familia en que nací, por mi padre y por mi madre, por mis hermanos y hermanas, especialmente por mi hermano Domingo, a quien llamaste a unirse a nosotros. Gracias por su testimonio.

Gracias, por los sacerdotes que me dirigieron y orientaron mi vocación: el Padre Andrés, el cura de Fraissinette, durante mi adolescencia. Después en el Seminario, Vatin-Patignon, Weber, y por todos los seminaristas que formaron el primer grupo. Gracias por los hermanos Marcos, Guy, Marcel, Jorge y Andrés, a los que tú llamaste y cuya responsabilidad me encomendaste, y perdóname todas las penas que les causé.

Gracias por habernos dado a todos los que nos comprendieron y nos ayudaron como Montrieux, Luis Massignon, y tantos otros.

Gracias por habernos dado a Mons. Carlos de Provèncheres, sólo Tú sabes, todo lo que el nos dio.

Gracias, sobre todo, por haber encontrado a Hermanita Magdalena, por todo lo que de ella recibí, y perdóname por todo lo que la hice sufrir por mis deficiencias y falta de disponibilidad. Por ella y a través de ella, Tú me enseñaste las exigencias del amor, en el completo olvido de uno mismo.

Gracias, Señor, por haberme permitido que me encontrara con todos aquéllos y aquéllas, que elegiste para fundar las distintas fraternidades: el cura Cimitiére, "nuestro viejo hermano", Margot Poncet y tantos otros. Perdóname por no haberles ayudado como me lo pedían.

Gracias, ¡oh Jesús!, por haberme dado tantos hermanos y hermanas a quienes amar, y perdóname en todo lo que he fallado, y que Tú esperabas de mí.

Gracias, Señor, por haber llamado a tantos sacerdotes a la Fraternidad Sacerdotal. Tú me hiciste amar el sacerdocio y yo deseo amarlo con toda mi alma. Que Tú les concedas a lodos mis hermanos sacerdotes la misma gracia. De que están en la tierra como ministros de la Iglesia, y por ella, como una presencia sacramental de Jesucristo, para en su nombre, interceder, ofrecer, bendecir y dar la paz, perdonando los pecados.

Te pido también por todos los hermanos y hermanas de otras fraternidades; los jóvenes, los célibes, los matrimonios, las laicas consagradas, y te pido Señor, que me perdones mi falta de disponibilidad para con ellos.

Sí, Señor, lo que ahora se me aparece con toda claridad, es que he pecado mucho por omisión. Por ello te pido perdón Señor, lo mismo que a todos mis hermanos y hermanas. No tengo excusa, mi único recurso es confiarme al Amor misericordioso de tu corazón, ¡oh Jesús!

 

Redactado en Fez (Marruecos) el 22 de Noviembre de 1995 en el retiro de la comunidad de mis hermanos trapenses, a los que agradezco, por la paz que me ha dado el testimonio de su vida.