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LOS SALMOS, PLEGARIA DE LA IGLESIA

Los salmos forman parte de la tradición de plegaria que comparten los pueblos judío y cristiano. Los 150 salmos que componen el Salterio proceden de épocas diferentes, unos son muy antiguos, fines del siglo IX a. C., y otros son del tiempo del exilio. El autor es desconocido, aunque 73 de ellos se atribuyen a David, pero la mayoría no son suyos. La atribución a un personaje famoso es una antigua forma de dar relieve a un escrito. Los salmos se pierden en la lejanía de los tiempos, son historia, poesía y vida convertida en plegaria, también son una invitación a hacer de la vida un salterio y a transformar cualquier momento de nuestra existencia (sea esta cómo sea) en una plegaria. El libro de los Salmos, a diferencia de otros libros de la Biblia, es un libro de plegarias, y es aquí dónde está su originalidad. Los salmos están hechos de plegaria, están llenos de ella, y están destinados a mantener la continuidad de la experiencia de plegaria personal y comunitaria. Los Salmos son  el lugar donde se recoge la vida de la comunidad, con lo que esta es, con sus filias y fobias incluidas. Para captar los salmos hace falta practicar el silencio y aprender a mirar el mundo y la historia desde la mirada de Dios, situándonos donde están los otros, especialmente en el lugar de los pequeños y oprimidos.

A diferencia de nuestros libros de plegarias, los Salmos toman  a los humanos tal y como son: con su pecado, con sus amores y desamores, con sus angustias y esperanzas, y también con sus brotes de violencia. Los Salmos son profundamente humanos, plegaria de unos hombres y mujeres que no se engañan ni se maquillan cuando hablan con Dios, porque le tienen una total confianza, y por ello se sienten capaces de mostrarse tal y como son: con sus miserias y debilidades, pero también con la grandeza y capacidad de ser generosos y amar. Con la plegaria de los salmos nos acercamos a los antepasados y, en un acto de comunión, su clamor se hace presente y vivo, rompiendo el maleficio y la barrera de la muerte. Los Salmos siempre tocan el corazón de Dios, porque recogen la plegaria que tantas veces rezó Jesús de Nazaret, el “Hijo”. Los Salmos nos ayudan a hacer experiencia de fe, son respuesta personal y colectiva, histórica y actual a la palabra de Dios. Los Salmos nunca son iguales, pese a que las palabras sean las mismas, porque nuestra vida cambia cada día (a no ser que los recitemos mecánicamente y como una rutina). La plegaria en general y la recitación de los Salmos, en particular, necesita su tiempo, no valen las prisas. La plegaria de los Salmos es el grito, la expresión, de creyentes de ayer y de hoy, a menudo desconcertados, acobardados, desanimados, abatidos, ante la guerra, la injusticia, la violencia en las relaciones humanas, las traiciones de los que tienen la responsabilidad de dar ejemplo, y finalmente la constatación de que somos pocos y estamos dispersos. Los Salmos no exageran, muestran de manera viva y a menudo muy gráfica, con lenguaje simbólico y poético, el drama del hombre de todos los tiempos, la fidelidad de Dios y la infidelidad del hombre. Los Salmos nos invitan a ponernos en la piel de quien padece, del enfermo (SL 6), de los que padecen la violencia (SL 10), de los que están hundidos, desanimados, de los que tienen miedo (SL 130)... Dios recibe en los salmos la plegaria solidaria de la comunidad, por todos los hombres sin exclusiones, plegaria que se cierra, en el tiempo cristiano del Espíritu, con la plegaria que el mismo Jesús nos enseñó: Padre nuestro... El grito del oprimido y marginado a menudo olvidado, hasta por quienes se llaman “cristianos practicantes”, entre los cuales me cuento yo, tiene un lugar en la plegaria de los Salmos, resuena con intensidad y va transformando nuestra vida desde dentro, nuestro corazón se va ensanchando, y somos capaces de decir “yo” en lugar de quien sufre, experimentando el hermanamiento y la solidaridad con él. Recitar los Salmos implica descubrir que los salmos no son nuestros, ni siquiera de la Iglesia: los Salmos son de Dios. En los Salmos se conjugan ausencia (aquello que digo no es mío) y presencia (pero lo hago mío). En la plegaria de los Salmos resumimos la tradición haciéndonos nosotros mismos actualidad encarnada de un mensaje que viene de muy lejos y expresa la fe (confianza) de los creyentes de todos los tiempos.

Jordi Yglesias