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SAN JUAN APÓSTOL Y EVANGELISTA

Homilía del P. Evangelista Vilanova, monje de Montserrat 

27 de diciembre de 2004

Permitidme empezar por un entrañable recuerdo: Eran los primeros años del postconcilio, de sana efervescencia. Cursillos, conferencias, coloquios, reuniones y también entrevistas a personalidades de la iglesia. En una de estas entrevistas, un cardenal, representativo de las nuevas corrientes teológicas, habló de la Iglesia de Pedro, de Pablo y de Juan. Pedro, garante seguro de la unidad y de la autoridad suprema; Pablo,  promotor incansable de la libertad de los hijos de Dios, por encima de la ley y de los legalistas de su tiempo; Juan,  el apóstol de la contemplación y del amor. Nada de antítesis, de oposiciones de una respecto de la otra: queremos ser todo a la vez, indisolublemente, la Iglesia de Pedro, de Pablo, de Juan.

Pero es posible que el papel de Juan quede a menudo menospreciado, aún siendo el más importante. Y digo que es el más importante, no llevado por el fervor de la fiesta del apóstol que hoy celebramos. Lo digo porque, si la Iglesia de Juan es la de la contemplación, no podemos olvidar que esta tiene razón de ser. Cuando uno muestra la luna con el dedo, dice un proverbio chino, el imbécil se queda mirando el dedo. Dentro de la Iglesia son muchos los que se entretienen mirando el dedo. Juan es una fuerte advertencia a mirar la luna, con el vigor de aquella pureza contemplativa que es un acto de pura espontaneidad, un acto libre, un acto sin un por qué, como la rosa que, según un místico franciscano, no tiene un por qué. Es porque es. Simplemente existe, ni que sea como los lirios del campo, por un tiempo muy corto. O mejor dicho, ningún momento es corto, cada momento es y es único. Los contemplativos queman sus vidas cada día. Cada momento es una nueva creación.

La Iglesia de Juan es un llamamiento a parar el mareo del tiempo en el mundo. La vida moderna es una preparación para el futuro, para el tiempo que tiene que venir, y con desazón. El crédito, el crecimiento, los estudios, los hijos, los ahorros, los seguros, el negocio, todo se calcula para un después. La contemplación no se interesa por el después, sino por el ahora. Incluso cuando el contemplativo dedica su atención a algo que tiene relación directa con el futuro, este acto lo realiza tan absorto en el presente que el acto que seguirá es del todo imprevisible. El acto contemplativo es un nuevo comienzo y no una conclusión.

Si eres contemplativo, puedes encontrarte un samaritano por el camino y llegar tarde a la reunión, incluso si se trata de una reunión litúrgica. En última instancia, no tienes ningún camino a seguir, solamente cuentan tus pasos de ahora. El sentido de la vida no depende de lo que hayas logrado al final, del mismo modo que el sentido de una sinfonía no se encuentra sólo a su conclusión. Cada momento es decisivo. Tu vida no dejará de ser completa aunque no hayas logrado tu edad de oro, y en cambio hayas sufrido un accidente mientras avanzabas. Cada día es una vida, y cada día es suficiente en sí mismo. El contemplativo no espera una eternidad para después, sino que la vive ahora. No tiene una sensación de frustración si no acumula méritos, poder, conocimientos o dinero, porque cada momento es un regalo único y completo en sí mismo. No dejes, pues, que el instante se escape.

La Iglesia de Juan nos recuerda esta dimensión contemplativa del cristiano, nos advierte que no nos podemos parar en el dedo; hace falta mirar la luna, y Juan añadirá que es más que la luna el objeto de nuestra mirada: es el Dios viviente que nos atrae. Quizás porque nuestra Iglesia católica sea Iglesia de Juan hacen falta maestros espirituales que, relativizando el mundo de la organización y la administración, nos señalen la verdadera meta de nuestra vocación cristiana y religiosa.

Sí, maestros espirituales, para que el programa de la Iglesia de Juan no llegue a ser algo etéreo. Sí, maestros espirituales, con su carácter extraño y contradictorio. Un poco como aquellas cosas que son a la vez demasiado bellas y demasiado raras, deseables e imposibles, magníficas y sospechosas. Ya hay quien habla mucho y predica; pero, ¿de qué sirve proclamar solemnes principios de justicia y de verdad si no somos testimonios de amor y de perdón, las condiciones indispensables para llegar a ser contemplativos? ¿Dónde están quienes nos han de iniciar en la contemplación? Si nadie responde a nuestra Iglesia católica, los más animosos irán a buscar en Oriente.

Sólo serán maestros aquellos que tengan la suficiente humildad, desprendimiento, desinterés y tengan lo suficiente purificado su propio subconsciente para ser capaces de comunicar, en una honestidad irreprochable, aquello que habrán asimilado de una sabiduría humana para el siglo XXI y de una sabiduría divina según el Evangelio. Quizás hace falta saber aceptar que en la Iglesia de nuestro presente hacen falta hombres de este temple, lo cual compromete por fuerza el mismo futuro del cristianismo. No es demasiado difícil ser Iglesia de Pedro o de Pablo. Pero, ¿y de Juan? No querría acabar con un tono pesimista. Mi fe me dice que la Iglesia está llevada por el Espíritu de Dios, que no podrá dejar de manifestar su aliento vivificador. La esperanza no la podemos perder nunca, “hasta que vuelva”.