HOMILÍA EN EL FUNERAL DE ANGELINES

Siempre que celebramos las exequias por un hermano o hermana en la fe, hacemos referencia a nuestra esperanza en la resurrección, que nos consuela y nos invita a trascender ese propio episodio doloroso de la muerte.

Seguramente, nos hemos preguntado muchas veces por qué resucitó Jesús. Y la respuesta siempre es la misma: porque El era la VIDA, porque estaba “tan vivo” que es imposible que la muerte hiciera presa definitiva en El. Jesús es el “Viviente”, el pleno de vida, tal vez el único ser humano que pudo vivir plenamente, “a tope”.

Precisamente por ello, Jesús nos comunica su misma vida. Y hay personas que la saben repartir a raudales. Recuerdo ahora una copla del poeta cubano Nicolás Guillén que siempre me pareció un programa de vida formidable:

                        Ardió el sol en mis manos,

                        que es mucho decir;

                        ardió el sol en mis manos y lo repartí,

                        que es mucho decir.

Efectivamente, es mucho poder decir de un ser humano que ha logrado esa doble maravilla: que el sol arda en sus manos y que haya sabido repartirlo. No sé cuál de las dos hazañas es más prodigiosa.

Naturalmente, cuando hablamos de que a alguien le arde el sol en las manos lo que estamos diciendo es que tiene la vida llena, radiante, que sus años han sido luminosos como antorchas, que tuvo una gran ilusión que dio sentido a sus horas, que estuvo vivo, en suma.

Son personas que cuando pasan a nuestro lado, dejan un rastro en nuestro recuerdo, en nuestras vidas. Porque tienen luz, porque sus almas están llenas y despiertas.

Aunque ya todos lo hemos hecho un poco, hoy quiero recrear, desde la emoción y la densidad de tu ausencia, lo que tú, Angelines, significaste para nosotros.

El cariño que te profesamos me hace difícil evitar el panegírico, aunque tu vida se identificaba tanto con tu causa que hablar de ti es reencontrar muchas páginas del evangelio, vivido según el carisma de la fraternidad de Charles de Foucauld: discerniendo el designio divino en los acontecimientos y en la historia y profundizando el proyecto de Dios en la propia existencia, adoptando un estilo de vida sencillo y solidario con los pobres y meditando asiduamente la Sagrada Escritura.

En cualquier caso intentaré ser sobrio, porque como leí en alguna parte, “las personas buenas no tenéis necesidad de que nos despellejemos las manos con el aplauso”… exigís más bien que continuemos vuestro testimonio por el camino del coraje y la lucidez…

Difícil empeño ser lúcido para recoger tu testimonio y convertirlo en palabra significativa, si debemos creer, con Camus, que apenas una persona muere, los demás estropean su testimonio con las palabras.

Sólo me siento legitimado para quebrantar el silencio que mereces, en la medida que paso la palabra al Espíritu…

La novedad no es que fueras persona fiel y solícita, sino que hiciste de la amistad un servicio y del servicio una forma de ser… hasta el punto que lo convertías en un gesto de comunión.

Convertiste para todos la fraternidad en una fiesta y le diste una dimensión casi sacramental, tal era la fuerza con la que vivías los pequeños y grandes momentos de encuentro con los tuyos.

Al igual que Jesús hizo en la Ultima Cena, también tú nos confiaste un mandamiento: “Nunca seremos los mejores, pero intentemos ser algo más buenos”.

Nos viene ahora a la memoria todo: tu brío y tu delicadeza exquisita, tus atenciones y desvelos, tu carácter inquieto por lo laborioso, tu proverbial discreción, tu diligente generosidad… No eras una estatua, eras una persona vital y contagiaban esa vitalidad.

Has sabido suscitar mucho afecto. Has gastado tiempo y energías. Sabías comprender al tiempo que exigías, pues te gustaban las cosas bien hechas.

Tu fe era como un árbol sólido, de raíces bien fijas a la tierra, esa tierra a la que tanto amaste, nuestra tierra y sus tradiciones. Sembraste y trabajaste bien y, por tanto, esa semilla se verá fructificar. Dejas buen relevo, pero te echaremos de menos.

Que Dios nos conceda también a nosotros sembrar en todo tiempo, en todos los terrenos, sin desanimarnos, porque la vida, nos dice Jesucristo, es más fuerte que la muerte. Y nos lo dice haciéndose eco del Cantar de los Cantares, donde se manifiesta que “el amor es más fuerte que la muerte”.

Todos, a pesar de la muerte, estamos obligados a cantar a la vida, porque hay motivos para hacerlo. Sobre todo, vosotros, sus familiares. Ante la enfermedad de Angelines, agravada en esta última temporada, habéis cantado a la vida: le habéis dado vuestro tiempo y vuestra dedicación, habéis estado a su lado, le habéis dado todo lo que teníais en vuestras manos, y seguramente os habréis extrañado vosotros mismos que pudieseis resistir tanto. Pero Dios da también fuerzas en este momento.

Dios se sirve de la persona para realizar su tarea en el mundo. Nosotros somos instrumentos en sus manos. Mantengamos siempre en nuestro recuerdo cómo Dios se ha servido de Angelines para realizar en este mundo su amor. Continuad de ella todo lo que os ha enseñado y de ella habéis aprendido. Esta es la esperanza. Nada muere, siempre queda algo que nos marca.

Por todo ello, ¿cómo no van a resonar y tener significado para nosotros las palabras que acabamos de escuchar en el Evangelio: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”.  

 

TESTAMENTO ESPIRITUAL QUE ANGELINES CONFIÓ HACE DOS AÑOS:

 

Pues, al final, cuando Dios nos despierte, nos preguntará:

¿Qué hiciste con tus manos? ¿Qué dijiste con tus labios?

¿En qué estrujaste tu corazón? ¿En qué utilizaste tu mente?

¿En dónde pusiste tus ideales?

Ojalá, al abrir los ojos, le pueda responder:

Mis manos, vacías: lo di todo.

Mis labios, limpios: controlé mis impulsos y mis juicios.

Mi corazón, esponjoso: nunca me cansé de amar.

Mi mente, lúcida: siempre pensé bien de los demás.

Y, mis ideales, Señor… ¡en ti siempre los tuve!

Acógeme, perdóname y… cuando quieras… resucítame, Señor.