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de Yvan – Marrakech (Marruecos)

                                                                                                  

Marrakech, con más de un millón de habitantes no tiene apenas industria, salvo el turismo actual y un artesanado muy variado. Así pues, los hermanos que llegaron hace cincuenta años, trabajaron como artesanos independientes en pequeños talleres que alquilaron en la medina (la ciudad vieja): uno como ebanista, el otro como herrero. Este trabajo en medio de otros artesanos marroquíes facilitó la inserción de la fraternidad en esta parte tradicional de la ciudad. Inserción completada por el trabajo de otros hermanos en el mundo de la salud.

 

En el taller: Gaby e Iván

 

El sábado 24 de noviembre, a las 11, Paul-François y yo fuimos a devolver al propietario las llaves del taller de forja de Bab Khemis. Visita rápida del lugar: los pocos metros cuadrados están vacíos, barridos; el suelo agrietado, las paredes descarnadas, ennegrecidas o tiznadas, con grandes lagartijas, el techo medio hundido: el taller acusa años de trabajo. Nos damos la mano y es una página de la historia de la fraternidad a la que se le da la vuelta: Gaby había empezado ahí, en un local que era nuevo en ese momento, en noviembre de 1965, hace 43 años. Una prolongada inserción, una larga fidelidad.

Algunos conocen este taller de 10 m2, con una única apertura que da directamente a una plaza; en frente, la escuela primaria del barrio y un poco más lejos un instituto; miles de chicos pasan delante cada día. Aquellos de hace 40 años vienen para tener noticias de Gaby; son ahora profesores de universidad o vagabundos alcohólicos. Este taller, gracias a Gaby ha sido un lugar de formidables contactos, de lazos de inserción. Yo he usado este taller durante algunos años. Solamente llevo 6 años de presencia aquí, pero hoy, me es imposible atravesar Marrakech, incluso por barrios más alejados, sin que alguien me salude por mi nombre o diciendo: “¡Ah, el soldador!”. Y no necesito recordar los lazos tejidos con los artesanos vecinos que me adoptaron rápidamente; por supuesto, yo no era muy competente, pero ellos se decían que tenía una manera europea de trabajar, de hacer múltiples ensayos y volver a empezar de nuevo… Y cuántas veces venían a echarme una mano. Justo al lado está el señor que infla los neumáticos de bicicletas, motos y carros; cuando tenía que hacer esperar a sus clientes, les servía té y yo le prestaba las sillas; le había incluso fabricado un banco con pedazos de hierro y planchas de andamios; este banco le fue de provecho al comisario de la policía del lugar, al mokadem del barrio, a los “carreteros” cansados, a las señoras que le quitaban el polvo por miedo a ensuciar su chilaba… Es cierto que algunos días, charlábamos mucho, delante del taller, y no trabajábamos demasiado.

Imagen de la calle delante del taller

 

Yo esperaba haber seguido trabajando durante algunos años; solamente estoy a cinco años de mi jubilación (suiza) Pero constaté una evolución en la clientela: ya no había pedidos de aquello que yo había aprendido a fabricar con Gaby: candiles, sillas, camas, conjuntos para chimeneas…; ahora eran rejas y balaustradas: no soy competitivo para ello, porque soy demasiado lento; y lo que me piden, o bien se relaciona con la soldadura industrial (puertas grandes), o bien es trabajo para el que no soy competente. Sin gran formación en este oficio, mis limitaciones son ciertas: yo era consciente de hacer un poco de bricolaje, de improvisar. También he tenido que ir a menudo a trabajar a domicilio, a las casas de clientes europeos, para algunos arreglos. Con la visita que hice a Argelia en primavera (3 meses), el taller estaba a menudo cerrado. Por consiguiente era poco rentable.

Desde hace un año el propietario me dijo que habría que revisar el precio del alquiler (yo pagaba el equivalente a 30 euros al mes, lo que supone 4 días del salario de un obrero). Le dije que en primer lugar necesitaba los recibos que él se negaba a darme desde hacía mucho tiempo. Más tarde, indirectamente (por los vecinos) me hizo saber que los talleres del barrio, valen al menos tres o incluso cinco veces el precio que yo pagaba. Marrakech, como otras ciudades en Marruecos, conocen una inflación enorme en los precios inmobiliarios; los terrenos, los apartamentos, los comercios se negocian a precios exorbitantes, equivalentes a los de las grandes ciudades europeas. Y otros precios suben, es el precio por la afluencia de turistas. Pero los beneficios de esta industria turística están muy mal repartidos…

Sin noticias del propietario durante meses. Luego, en octubre, me dijo que tenía necesidad del taller para él, que rescindía el contrato pero nos daba el tiempo que quisiéramos. Todo está a nombre de Gaby. Para oponerme al desalojo me hacía falta al menos una procuración de Gaby y gestiones administrativas – Paul François sabe mucho de esto – que se parecen a un laberinto sin fin. ¿Puedo lanzarme a eso?  Además, esta decisión del propietario no me cae demasiado mal: en los próximos meses tendré otras ocupaciones “fuera de la forja” (viajes, entre ellos al Camerún, para preparar el Capítulo, además de un servicio en el Consejo de religiosos de la diócesis, con preparación de la reunión de superiores mayores) Así pues, debido a esto, el 24 de noviembre, Paul-François y yo devolvimos las llaves del “taller de Gaby”.

Paul François durante el reciente Capítulo

Con anterioridad, pude apreciar cómo Gaby se había insertado en este barrio. Todos los vecinos criticaban la decisión del propietario no por razones de contrato, de dinero o de derecho, sino que simplemente decían: “No tiene derecho de hacer eso: es el taller de Gaby”. Hay un recuerdo, memoria (en el sentido bíblico) de un hombre de bien, y eso no se debe tocar. Uno de los mejores amigos de Gaby, herrero competente, ha recuperado los planos, los modelos, los diseños, la forja, algunas máquinas ya antiguas. Otro amigo, un poco más joven que acaba de empezar por cuenta propia, vino a buscar las existencias, un gran torno... Un tercero, artesano francés instalado en Marrakech, quiso el yunque, herramientas y sobre todo una reserva de remaches importados de Francia hace ya mucho tiempo. Los niños se ocuparon de la chatarra. En una tarde se vació el taller. Yo había pensado en guardar algunas herramientas, por si acaso… pero todo se fue…

Con el cierre de este taller, la fraternidad ha perdido un lugar de inserción extraordinario. Por una parte, es un lugar donde se ha vivido un compartir de vida, una forma de presencia discreta que es nuestra vocación, una gran solidaridad en el trabajo, aunque nunca he conseguido seguir los horarios demenciales de los artesanos marroquíes (12 horas al día, algunos los 7 días de la semana); me gustaba mucho trabajar en la acera, cercano a los vecinos (atento a las chispas de la afiladora) y a pesar de mi dificultad para participar en las permanentes discusiones; y trabajar como ellos (no he aprendido de otra manera) teniendo en una mano la pieza a soldar, en la otra la pinza con la varilla y un pedazo de pantalla en la nariz. Así es como comprobé que se puede tener una insolación trabajando en soldadura…

Este taller, también quiere decir una identidad: soy “soldador”; no soy un turista ni vivo de mis rentas, como la gran mayoría de los europeos que viven en Marrakech. Esta identidad facilita las relaciones, en todo caso en el barrio. Otra ventaja: que nadie de los que allí trabajaron presentó nunca problema alguno; he podido trabajar con Gaby durante años (sin formalidades administrativas).

Muchas cosas se mueven en la fraternidad de Marrakech, y habrá que esperar un poco para saber de qué lado nos llevará el Espíritu.