REFLEXIÓN.

¿QUE HACER CON LA NAVIDAD?

 

Desde hace años nuestras navidades suelen transcurrir en un clima donde se mezcla un fondo de añoranza con una forma de despilfarro consumista. Añoranza porque, si algo pudo tener la navidad bueno para todo el mundo, era esto: es “la fiesta de lo Humano”. De la realidad de lo humano. Este significado valía para los creyentes y no creyentes, aunque luego lo explicaran de modos diversos.

Pero si algo caracteriza culturalmente hablando a nuestras celebraciones navideñas actuales parece ser la falta de calidad humana. De ahí la añoranza que dejan a veces y que, personalmente, creo que, cuando se da, es lo único que queda de cristiano en nuestras navidades.

En su origen, la navidad alcanzó esa enorme popularidad de que ha gozado porque transmitía de que hay algo divino en lo cotidiano. Ese mensaje se expresaba popularmente en letras de muchos villancicos: la Virgen que lava y tiende la ropa o Dios entre el buey y la mula o José que enciende un gran fuego y los Ángeles cantan. Esta conjunción de lo divino y lo cotidiano era el anuncio de una buena noticia: “ha aparecido la humanidad y la jovialidad de nuestro Dios”. Por eso se añadía con frecuencia, en muchos villancicos, una invitación a descubrir ese regalo: “venid”, “vamos a ver”, “asómate a la ventana”…

Este descubrimiento de la divinidad de lo humano tiene cierto carácter de revelación y por eso de be de ser breve. Incompatible con que, ya a primeros de noviembre, el Corte Inglés ponga grandes carteles de “Buenas Fiesta” que solo quieren significar “Buenas Ventas”. Por eso, en la forma actual de las navidades late cierta añoranza de aquella experiencia porque, hoy, por muchos villancicos que cantemos, el mensaje está falsificado: ahora se nos dice que hay algo divino en el consumo desenfrenado. Y la invitación no es que vayamos a alguna cueva, sino que vayamos a los grandes almacenes o a algún portal de Internet donde se podrá comprar más cómodamente. Con frecuencia, por eso, las navidades dejan cierto regusto de malestar y añoranza. Y aun eso, solo allí donde queda una cierta conciencia humana no averiada que sigue añorando ese valor divino de lo humano.

Porque el mensaje de la navidad, en su sencillez aparente, no deja de tener sus precios para pagar. La falta de hospedaje sigue siendo dura, la cueva sigue siendo la cueva, el parto sigue siendo parto… y, en definitiva, al día siguiente de la venida de Dios a este mundo, la liturgia cristiana conmemora el primer mártir de su historia (san Esteban), apedreado por sus palabras libres y sus críticas al sistema religioso.

Y tres días después del nacimiento celebrará el asesinato de todos los inocentes, que sigue siendo un rasgo horrible de este mundo visitado por Dios: los innumerables inocentes victimas de la pasión de los poderosos o de la avaricia de los muy ricos. Parece entonces como si, al entrar Dios en la historia, ésta no cambiara ni se convirtiera en un cuento de hadas, sino que sigue siendo la dura y cruel historia de siempre.

Y sin embargo la historia sí que está cambiada: porque, después de haber convivido con Aquél que nació en Belén hace veinte siglos, los suyos enseñaban: si nos amamos bien entre nosotros, le amamos a Él. Por que Dios se hizo hombre para que le busquemos entre los hombres y no en los templos: que estos podrán ser necesarios para nosotros, pero no para Él.

Y el domingo siguiente de Navidad, la liturgia celebra como fiesta “la sacralizad de la familia”, concretada en una familia pobre, de una ciudad ignota, que nunca fue celebrada por la belleza de sus miembros ni la suntuosidad de sus moradas ni la altura social de sus componentes: una familia históricamente anónima. Pero en la que parece ser que hubo esa entrañabilidad y ese respeto en la intimidad que todos los seres humanos añorarían para sus familias. Otra vez la intuición de la sacralizad de lo entrañablemente humano. Que es lo ausente de nuestras navidades.

Al parecer su verdadero sentido, el legado de nuestras navidades ya no parece ser la paz, sino el frenesí o el desenfreno. Y al final, acabamos deseando que se acabe pronto, para volver a lo cotidiano. Huelga decir que, en este contexto, los lenguajes específicamente religiosos de “Encarnación” o de venida de Dios a esta tierra y a esta historia, acaban sonando a puros mitos vacíos.

¿Qué hacer en esta situación? Me pregunto seriamente si la Iglesia, que antaño supo cristianizar una fiesta pagana de nacimiento del sol, no debería hoy proceder al revés. Desapareciendo de toda la parafernalia falsificadora de la Navidad y recomendando a sus fieles (no mandando, porque esto hoy no sirve para nada) que precisamente en estos días busquen con fuerza una desaparición de toda esa publicidad callejera, en marcha hacia la interioridad y una huelga solemne de consumo que acabe obligando a los que “nos venden la moto” a montarnos la cosa de otra manera más humana y menos aparente. Seguramente no se conseguirá nada. Pero queda el consuelo de la máxima latina: “In magnis voluisse satis est”. En las cosas grandes ya es algo haberlo intentado.

José Ignacio González Faus