Publicado el 8 de junio de 2005 en www.periodistadigital.com

Charles de Foucauld, el anacoreta que dialogaba con el Islam, a los altares

SANTO / Su herencia espiritual se ha convertido en modelo de vida para miles de católicos en todo el mundo

Cuenta Mar Velasco en La Razón que tenía que haber sido beatificado por Juan Pablo II en la solemnidad de Pentecostés, el pasado 15 de mayo. Pero la muerte del Pontífice obligó a retrasar para su prolífica «familia espiritual» la alegría de ver a este apóstol de la pobreza elevado a los altares.

Charles de Foucauld, incrédulo, soldado, amante, geógrafo, converso, trapense, lingüista, ermitaño y sacerdote, será beatificado por Benedicto XVI en una fecha no muy lejana. Inquieto y desconcertante, desconocido para muchos, Charles de Foucauld se revela como una de las figuras más fascinantes del catolicismo del siglo XX.
   
Un hombre de diálogo.

En el Sahara, donde se retiró al final de su intensa vida mundana, le llamaban el «morabito cristiano», el anacoreta, el hombre santo que seguía a Cristo, «mi muy amado Hermano y Señor Jesús». Charles de Foucauld ha sido el Hermano universal, el mayor hombre de diálogo con el islam cuando «diálogo» era una palabra tabú.
 

   No existió en él voluntad alguna de proselitismo. Simplemente buscaba hablar de Cristo, porque lo amaba. En una carta de 1908 escribe: «Predicar a Jesús a los Tuareg, no creo que Jesús lo quiera, ni por mi parte ni por la de nadie. Sería un modo de retrasar, y no de anticipar su conversión».

 El hermano Charles hablaba, dialogaba entablaba amistades, compartía. Y Dios encontraba la manera de hablar a los corazones. En una página de su diario anota: «Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, para conducirlos a todos a Jesús». La fuerza del Evangelio y el abandono radical y confiado a la Providencia fueron sus mejores avales.
   
El «milagro» del milagro.

También para llegar a los altares ha elegido Charles de Foucauld un camino atípico, «muy especial», como explicaba recientemente el postulador de la causa, el padre Maurice Bouvier, al semanario italiano «Jesus»: «Los tiempos de la causa se han alargado, se ha tardado mucho en reunir los documentos necesarios», afirma.

La muerte de Juan Pablo II, el Papa que lo habría llevado a los altares, ha pospuesto una vez más su beatificación. En cuanto al milagro necesario para la beatificación, «también se ha hecho esperar, y ha llegado casi por casualidad», afirma el padre Bouvier. Una mujer italiana, Giovanna Citeri, había sido curada de un cáncer de huesos en 1984 después de haberse encomendado a Charles de Foucauld, «porque creía que ya era santo».

 No lo quiso hacer público más allá de su parroquia hasta que se enteró de que no sólo no era santo, sino que el hermano Charles «necesitaba» un milagro para ser beatificado. Giovanna no lo dudó y relató enseguida su curación milagrosa al postulador. «Nada raro, tratándose del hermano Charles. Todo encaja con su estilo para hacer las cosas», añade Bouvier. Hoy, once congregaciones religiosas y ocho asociaciones de vida espiritual transmiten por todo el mundo su mensaje de amor y confianza.
   
La herencia de Foucauld.

Monseñor Claude Rault es obispo en el Sáhara argelino: «Para seguir la estela del hermano Charles en estos países del Magreb, debemos construir puentes con la población musulmana con un gran respeto por su fe, pero siendo a la vez, profundamente, lo que somos: discípulos de Jesús», afirmaba a «Jesus». «No somos muchos en esta diócesis del Sáhara: un centenar de sacerdotes, religiosos y religiosas y algún laico, pero intentamos acercarnos a este pueblo en la medida de lo posible.

 Es necesario que nos bajemos del pedestal. Vivir en un país musulmán nos enseña la humildad, la confianza recíproca y el respeto al otro. Sólo partir de esta actitud se puede dialogar. Jesús se hace presente aquí a través de la humanidad de los que nos acogen, y nuestro lugar está rezando entre los que rezan, como artesanos de la paz, allá donde haya conflictos», asegura.

Es la herencia confiada del hermano Charles, hoy camino de los altares, que, entre otras cosas, escribió aquella hermosa «Oración de abandono»: «Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo. Que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más. Pongo mi vida en Tus manos, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo, me entrego en Tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tu eres mi Padre».