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Carlos de Foucauld

Artículo publicado en Ciudad Nueva en noviembre de 2005

Carlos de Foucauld (1858-1916) es una de las figuras espirituales más significativas de nuestro tiempo. Después de una juventud licenciosa, se convirtió y se fue al Sahara para imitar la vida retirada de Jesús de Nazaret. Allí vivió entre cristianos, judíos y musulmanes dando testimonio del amor de Dios. A los 58 años murió por un disparo en medio de una escaramuza entre bereberes. Su vida y sus escritos han dado origen a distintas congregaciones y asociaciones.

El informe sobre su vida y su muerte lo define como “confesor de la fe”, pues no murió estrictamente como mártir, aunque sí violentamente y víctima de la caridad por el prójimo. Dos meses después del decreto que le reconocía un milagro, se anunció su beatificación y Juan Pablo II mostró su deseo de proclamar la vida y el mensaje de Carlos de Foucauld como un signo para nuestro tiempo. La fecha de su beatificación ha tenido que ser pospuesta debido al cambio de pontifice, y Benedicto XVI la fijó para el 13 de noviembre en la Plaza de San Pedro.

En el libro
15 días con Carlos de Foucauld, Michel Lafon, discípulo suyo, nos lleva a conocer la espiritualidad del hermano Carlos a partir de sus escritos. Recogemos aquí varios extractos.

No hay palabra del Evangelio, creo, que haya dejado en mí impresión más profunda y haya transformado mi vida más que ésta: «Cuanto hacéis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hacéis». Si pensamos que estas palabras son las de la Verdad increada, las de la boca que dijo: «Esto es mi cuerpo…, esto es mi sangre», con qué fuerza nos sentimos empujados a buscar y amar a Jesús en estos pequeños, estos pecadores, estos pobres, usando todos los medios materiales para aliviar miserias temporales.

Toda nuestra existencia, todo nuestro ser debe gritar el Evangelio desde los tejados; toda nuestra persona debe respirar a Jesús; todos nuestros actos y toda nuestra vida deben gritar que somos de Jesús, deben presentar la imagen de la vida evangélica; todo nuestro ser debe ser predicación viva, reflejo de Jesús, perfume de Jesús, algo que grite a Jesús, que muestre a Jesús, que brille como una imagen de Jesús.

Pedir a Dios hasta lo más difícil, como la conversión de grandes pecadores, de pueblos enteros… Pidamos con osadía las cosas más imposibles de obtener… con la fe de que Dios nos ama apasionadamente y de que, cuanto más grande es el don, más ama hacerlo el que ama apasionadamente.

Dios ama y lo puede todo. Respeta la libertad que le ha dado al hombre, pero no se priva de conceder los dones gratuitos de su gracia, y ésta puede ser tan arrolladora que llegue a derribar todos los obstáculos y haga que a la tormenta le suceda una gran calma.

Padre mío, me pongo en tus manos; Padre mío, me confío a ti; Padre mío, me abandono a ti; Padre mío, haz de mí lo que te plazca; hagas lo que hagas de mí, te doy gracias; gracias por todo; estoy dispuesto a todo, lo acepto todo; te doy gracias por todo. Hágase tu voluntad en mí, Dios mío, hágase tu voluntad en todas tus criaturas, en todos tus hijos, en todos aquellos que ama tu corazón; no deseo nada más, Dios mío; depongo en tus manos mi alma; te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo y porque es una necesidad de amor el darme, el ponerme en tus manos sin medida; me pongo en tus manos con una confianza infinita, pues eres mi Padre.

Cualquiera que sea el motivo por el cual nos matan, si nosotros, en el alma, recibimos la muerte injusta y cruel como un don bendito de tu mano, si te damos gracias por ello como por una dulce gracia…, si te lo ofrecemos como un sacrificio que se ofrece con muy buena voluntad, si no nos resistimos a obedecer a tu palabra y a tu ejemplo… entonces, cualquiera que sea el motivo que tengan para matarnos, moriremos en el puro amor, y nuestra muerte será para ti un sacrificio de agradable aroma, y si no es un martirio en el sentido estricto de la palabra y a los ojos de los hombres, lo será a tus ojos y será una imagen muy perfecta de tu muerte…

El 1 de diciembre de 1916, día de su muerte, el hermano Carlos escribe estas palabras: “Nunca se amará suficientemente”. Su último mensaje es una llamada a amar.
Ana Hidalgo