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Extractos de los escritos del hermano Carlos

 CONVERSIÓN - Textos más amplios -

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Dibujo de Carlos de Foucauld durante el viaje de exploración. Estos paisajes infinitos le hablaron al corazónDibujo de Carlos de Foucauld durante el viaje de exploración. Estos paisajes infinitos le hablaron al corazón

 

Ya en 1878, el joven Carlos de Foucauld desea dejar la carrera militar pues se está aburriendo. Necesita más vida y movimiento…

“Te escribo para comunicarte una gran noticia y pedirte un favor, la noticia es que presento mi dimisión: detesto la vida de cuartel. Encuentro el oficio agobiante en tiempo de paz, que es lo habitual (…); además, estaba resuelto desde hace tiempo a abandonar cualquier día la carrera militar. Con estas disposiciones, prefiero irme ahora mismo; para qué seguir tirando algunos años más, sin objetivo alguno, en una vida en la que no encuentro ningún interés; prefiero aprovechar mi juventud viajando; de esta manera me instruiré y no perderé el tiempo.”

(Carta a Gabriel Tourdes, 2 agosto de 1878)

 

Queda sobrecogido por la bondadosa acogida y por la práctica religiosa de aquellos musulmanes que le acompañan en su expedición por tierras de Marruecos:

“El islam produjo en mi un profundo cambio y el ver la fe de estas almas viviendo en la continua presencia de Dios, me hizo entrever algo más grande y más auténtico que las ocupaciones mundanas… En los comienzos, la fe tuvo que vencer muchos obstáculos; yo que había dudado de todo, no lo creí todo en un día; tan pronto me parecían increíbles los milagros del Evangelio como mezclaba trozos del Corán en mis oraciones”

(Carta a Henry de Castries, 14 agosto de 1901)

 

 Carlos se muestra agradecido a las personas que le ayudaron e incluso salvaron la vida durante su exploración de Marruecos.

“Hadj Bou Rhim, Bel Qasem el Hamouzi, que me habéis protegido del peligro aún a riesgo de vuestras vidas, vosotros a quienes debo la vida, vosotros cuyo recuerdo lejano me llena de emoción y de tristeza, ¿dónde estáis en esta hora? ¿Vivís todavía? ¿Os volveré a ver? ¿Cómo expresaros mi agradecimiento y mi pesar por no podéroslo demostrar? En fin, que todos los que no cito, no por haberlos olvidado sino porque la lista sería demasiado larga, reciban el homenaje de toda mi gratitud.”

(Introducción de ‘Exploración de Marruecos’, octubre 1887)

 

 En una carta, Carlos de Foucauld cuenta su camino hacia la conversión:

“Empezaré [...] por confesarme: mi fe ha sido sacudida; por desgracia estuvo completamente muerta durante muchos años: durante doce años viví sin ninguna fe: nada me parecía bastante probado; la misma fe con que se siguen religiones tan distintas, me parecía la condena de todas; menos que ninguna, la de mi infancia me parecía inadmisible, con su 1=3 que no podía resolverme a aceptar; el islamismo me gustaba mucho, con su sencillez, sencillez de dogma, sencillez de jerarquía, sencillez de moral [...] ; los filósofos no se ponen de acuerdo: estuve doce años sin negar nada y sin creer en nada, sin esperanza de la verdad, y no creyendo ni siquiera en Dios, ya que ninguna prueba me parecía bastante evidente... [...] Vivía como se puede vivir cuando la última chispa de fe se ha apagado... ¿Con qué milagro me trajo de tan lejos la misericordia infinita de Dios? No puedo atribuirlo sino a una sola cosa, la bondad infinita de Aquél que dijo de Sí mismo "Él es bueno y su misericordia se extiende de generación en generación" (…)

Mientras estaba en París, editando mi viaje a Marruecos, me encontré con personas muy inteligentes, muy virtuosas y muy cristianas; me dije - perdone mis expresiones, repito mis pensamientos en voz alta - "que tal vez esta religión no era absurda"; al mismo tiempo, una gracia interior muy fuerte me empujaba: me puse a ir a la iglesia, sin creer, solo allí me encontraba bien, y pasaba largas horas repitiendo esta extraña oración: "¡Dios mío, si existes, haz que te conozca!" (…) Tuve la idea de que debía informarme sobre esa religión, donde tal vez encontraría la verdad que no esperaba encontrar; y me dije que lo mejor era recibir lecciones de religión católica, como había recibido lecciones de árabe; como había buscado un buen thaleb para que me enseñara el árabe, busqué un sacerdote instruido para que me diera informaciones sobre la religión católica...

Me hablaron de un sacerdote muy distinguido, antiguo alumno de la Escuela Normal; lo encontré en su confesionario y le dije que no iba para confesarme, porque no tenía fe, pero que deseaba tener algunas informaciones sobre la religión católica... Dios, que había empezado con tanto poder la obra de mi conversión, por esta gracia interior tan fuerte que me empujaba de manera casi irresistible a la Iglesia, la terminó: el sacerdote, desconocido para mí, a quien Él me había dirigido, que unía a una gran instrucción, una virtud y una bondad mayores aún, pasó a ser mi confesor y no lo ha dejado de ser, en los 15 años que han pasado desde entonces, mi mejor amigo.”

(Carta a Henry de Castries, 14 agosto de 1901)

 

 En una meditación, Carlos lee la historia de su conversión descubriendo la paciencia y la ternura de Dios, presente en todas las etapas de su vida, incluso las peores. Este “hijo pródigo” es un hijo agradecido.

"Pero, a pesar de todo esto, yo me alejaba, me alejaba cada vez más de ti Señor y mi vida comenzaba a ser una muerte, o, mejor dicho, era ya una muerte a tus ojos.

Y en este estado me conservabas aún; conservabas en mi alma los recuerdos dormidos del pasado como el rescoldo de un fuego: la estima del bien, el afecto por ciertas hermosas y piadosas almas (…). Yo hacía el mal, pero no lo aprobaba ni lo amaba.

Me hacías sentir un vacío doloroso, una tristeza que no he experimentado más que entonces; ésta volvía todas las noches cuando me encontraba en mi alojamiento. Me tenía mudo y abrumado durante las fiestas; las organizaba, pero, cuando llegaba el momento, las pasaba en un mutismo, una repugnancia y un fastidio inauditos. Tú me dabas esa vaga inquietud de una mala conciencia que, por dormida que estuviera, no había muerto del todo. Nunca he sentido esa tristeza, ese malestar, esa inquietud como entonces, Dios mío; esto era, pues, un don tuyo. ¡Cuán lejos estaba yo de sospecharlo! ¡Qué bueno eres! ¡Oh Dios mío! Esta tristeza era un regalo tuyo. ¡Qué lejos estaba de darme cuenta! ¡Qué bueno eres! ¡Cómo me guardaste! ¡Cómo me cubrías bajo tus alas cuando ni siquiera creía en tu existencia!

Y mientras me guardabas así, el tiempo pasaba, y juzgabas que se acercaba el momento de hacerme entrar de nuevo en el redil. Deshiciste, a mi pesar, todas las malas ligaduras que me habían tenido alejado de ti. (…) Aquello no era la luz ni el bien, es verdad; pero tampoco era un fango tan profundo ni un mal tan odioso. La plaza se desescombraba poco a poco (…)

¿Por qué medios, ¿Dios de bondad, me has hecho conocerte? ¿De cuántos rodeos te has servido? ¿Por qué suaves y fuertes medios exteriores? ¿Qué serie de circunstancias asombrosas se han reunido para elevarme hasta ti? Soledad inesperada, emociones, enfermedades de seres queridos, ardientes sentimientos del corazón, regreso a París como consecuencia de un suceso sorprendente. ¡Y qué gracias interiores! Esta necesidad de soledad, de recogimiento, de piadosas lecturas, la necesidad de ir a tus iglesias, yo, que no creía en ti, esta duda del alma, esta angustia, esta búsqueda de la verdad, esta oración: “Dios mío, si existes, házmelo conocer”. Todo esto para tu obra, Dios mío, tu obra solamente.

Una hermosa alma te secundaba, pero por medio de su silencio, dulzura, bondad y perfección. (…) Tú me habías atraído a la virtud por la belleza de un alma, en la que la virtud me había parecido tan bella que irrevocablemente había arrebatado mi corazón. Tú me atrajiste a la verdad, por la belleza de esta alma.

Me hiciste entonces cuatro gracias: la primera fue inspirarme este pensamiento: “puesto que esta alma es tan inteligente, la religión en la que tan firmemente cree no puede ser una locura como yo pienso”; la segunda fue inspirarme este otro pensamiento: “puesto que esta religión no es una locura, puede ser que la verdad que no está en la tierra en ninguna otra, ni en ningún otro sistema filosófico, se encuentra en ella”; la tercera fue decirme: “estudiemos pues esa religión: tomemos un profesor de religión católica, y veamos lo que es y si hace falta creer en lo que dice”; la cuarta fue la gracia incomparable de dirigirme para tomar estas lecciones al P. Huvelin (… ) me hizo entrar en su confesionario, uno de los últimos días de octubre, entre el 27 y el 30 (…) Yo pedía lecciones de religión, me hizo arrodillarme, confesarme y a continuación me mandó comulgar… "

(Retiro en Nazaret, 8 noviembre 1897)

 

Su prima Marie de Bondy tuvo un papel importante en su conversión, principalmente por su bondad, su cariño, y su ejemplo.

“Al volver de Marruecos yo no valía más que algunos años antes y mi primera permanencia en Argel, no había tenido sino maldad; pero usted fue tan benévola que yo volvía a ver y respetar el bien que había olvidado desde hacía diez años (…), y después ¿qué bien he recibido que no lo haya recibido de usted?

(Carta a Marie de Bondy, septiembre 1889)

 

 “Pero en casa de mi tía encontré la misma acogida que si jamás hubiese dejado el hogar y nunca hubiera causado preocupaciones a los que me querían. En este ambiente que pronto fue el mío, aunque yo vivía en otra casa, encontré el ejemplo de todas las virtudes junto a la evidencia de inteligencias superiores y convicciones religiosas profundas. Quedé prendado ante todo de la virtud, y en esa dirección orienté mis lecturas…”

(Carta a Duveyrier, 21 de febrero de 1892)

 

 "Este rostro de Dios, Padre lleno de ternura, Fuente de toda belleza y bondad, se vuelve para Carlos de Foucauld (...) aún más entrañable, ya que toma los rasgos de Jesús, (...) El Dios que le tocó tiene un nombre humano: Jesús, Dios encarnado".(Maurice Bouvier, El Cristo de Carlos de Foucauld, p. 53)

"Y después, Dios mío, ha sido una cadena de gracias crecientes… La comunión casi diaria, la dirección, la confesión frecuente y el deseo de una vida religiosa y su confirmación…, el tierno y creciente amor por Vos, mi Señor Jesús, el gusto por la oración, la fe en vuestra palabra, el sentimiento profundo del deber de la limosna, el deseo de imitaros, estas palabras del P. Huvelin en un sermón, que Vos habíais tomado de tal modo el último lugar que nadie os lo podría arrebatar jamás, tan indeleblemente grabada en mi alma, esta sed de ofreceros el mayor sacrificio posible, abandonando a mi familia, que era mi felicidad y marchando a vivir y morir lejos de ella. La búsqueda de una vida conforme a la vuestra, en la que pudiera compartir completamente vuestro abajamiento, vuestra pobreza, vuestro trabajo humilde, vuestra sepultura, vuestra oscuridad, búsqueda tan netamente definida en el retiro de Clamart…"

(Retiro en Nazaret, 8 noviembre 1897)

 

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