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CARLOS DE FOUCAULD

UN EJEMPLO DE BÚSQUEDA DE LA SANTIDAD

 

Hoy nos parece lógico afirmar que la llamada a la santidad es para todos. El Vaticano II dedicó el capítulo V de la Lumen Gentium a explicar la “vocación universal a la santidad”. Todos, en cualquier lugar y siempre. En las más diversas circunstancias, las más distintas personas y vocaciones específicas.

            Y, sin embargo, para los cristianos de hace cincuenta años era excepcional oír que el Bautismo era la razón básica de la propuesta a vivir el evangelio de Jesús con la mayor autenticidad. Mas bien nuestro convencimiento, más o menos consciente, era de la santidad como conquista de hombres y mujeres especiales, con fortaleza y generosidad fuera de lo común y, sobre todo, inimitables en su conjunto porque los santos “nacían” señalados especialmente.

            La vida de Carlos de Foucauld es la de un hombre que hace su propio éxodo de la “esclavitud a la liberación”, peregrinó y contempló el horizonte al que Dios le hacía tender. Pero debiendo soportar y aceptar las debilidades-limitaciones propias. En él tenemos a un cristiano que camina señalado por la vocación a la santidad, experimentando el misterio de la gracia y el drama de la libertad que Dios siempre respeta.

            No es un santo “hecho” desde el principio. Ni tampoco un santo que, a partir de la fecha de la conversión, se retira de forma definitiva de todo contacto humano, ni que trasciende la existencia como distancia e insensibilidad ante la problemática de las personas que le rodean o de las que tiene noticia.

            La santidad de Carlos de Foucauld se puede resumir en dos verbos: buscar a Dios e imitar a Jesús, adoración y cercanía al prójimo pobre. Cualquiera que reflexione sobre la vida del Hermano Carlos puede interpretar que se trata de un inadaptado que nada le satisface. Y es verdad, en parte. Porque sólo le satisfacía Dios y un deseo profundo de “imitación”, casi con la literalidad evangélica que lo intentó Francisco de Asís. En las distintas experiencias encontraba a Dios y descubría que aún había camino que recorrer, que la fidelidad era continuar la búsqueda y responder siempre.

            Buscó como el cristiano tiene que hacerlo, desde la pobreza, desde la humildad. “Ojos arrogantes y altivos no los quiere...”, reza el salmo. O, como dijo María: “Ha mirado la humillación de tu esclava”. A los años que vive alejado de  Dios y a su destrozo moral, les pone nombre, no endurece su corazón, ni pretende la auto justificación. Carlos de Foucauld  se reconoce pecador. Hace años un jesuita francés, especialista en Ejercicios Espirituales, escribió: “Nadie puede seguir a Jesús si antes no se reconoce pecador perdonado”.

            Es la experiencia del Hno. Carlos, que describe: “... ya no veo a Dios ni a los hombres: ya no existe más que yo, y yo quiere decir el egoísmo absoluto en la oscuridad y en el cieno...”, a lo que añade en otro momento: “Sentía una tristeza que no he experimentado más que entonces... que volvía a mí cada tarde cuando me quedaba solo en mi apartamento...”. Como San Agustín, su corazón estaba inquieto, había comenzado la búsqueda.

            Sensibilidad que le hace descubrir lo que en otras ocasiones había minusvalorado. En su viaje por Marruecos admira a los hombres y mujeres que creen en Dios. “La vista de esta fe, de estas almas viviendo en continua presencia de Dios, me hizo entrever algo más grande y más auténtico que las ocupaciones mundanas”.

            Es el inicio de la oración que reitera día tras día: “Dios, si existes que te conozca”. A esto añade un cambio en su actitud interior, pues comienza a reconocer los valores espirituales y morales de su familia y tiene deseos de leer páginas de mayor profundidad. Es cuando decide leer el libro de Bossuet que le ha regalado su prima, María de Bondy. La búsqueda le lleva al “tesoro escondido”. La fe en Dios vuelve a hacerse presente en su vida. 

            La búsqueda es camino que, porque se hace intenso, requiere ayuda que en Carlos de Foucauld está expresada por el recogimiento que comienza a necesitar. Él lo expresa: “Experimenté entonces una profunda necesidad de recogimiento” y, al mismo tiempo, la urgencia del acompañamiento que pidió al P. Huvelin. Nada se deja a la espontaneidad, buscar a Dios lleva consigo poner los medios para encontrarle.

            En cada persona serán distintas las mediaciones, pero hay algunas genéricas que a todos convienen y son las que fueron queridas por él. Aristócrata, militar, autor de libros que llaman la atención, se ejercita en el recogimiento y en la conversación con un sacerdote que le ayudará a discernir. El camino de la santidad tiene consistencia porque está asentado en la postura de la necesaria humildad que es pobreza más radical que la manifestada en la forma de vestir, comer, viajar.

            Cuando ha encontrado a Dios quiere hacer lo que Dios quiere de él. Es otro capítulo de su existencia. No queda en la alegría del encuentro, sino que desea el lugar de la máxima identificación, de la más fiel imitación. Primero será la Trapa, después vivirá junto al convento de las Clarisas, más tarde Beni-Abbés, el Hoggar, Tamanrasset. En ese camino descubre la voluntad de Dios de ser ordenado presbítero.

            Su conversión puede explicarse a manera de brecha que sus infidelidades y miserias reconocidas y lloradas abren a la misericordia de Dios. Es el primer capítulo de su enseñanza sobre el camino de la infancia espiritual. Después la búsqueda de dónde y cómo asemejarse a Jesús será siempre una especie de “locura” por el último lugar,  por la “abyección”. La Encarnación, Nazaret, son etapas de “descendimiento” que él quiere experimentar, especialmente en la pobreza, en el amor lo más universal posible, pero especialmente con los que vive y en el abandono en las manos de Dios.

            No recorre este camino con facilidad. Las diversas rupturas le suponen momentos fuertes de desgarros afectivos. Su tierra de origen, Francia, su familia, especialmente su prima María de Bondy, su educación aristocrática, su ritmo de vida... son dejados atrás. En Carlos de Foucauld es muy fácil dar contenido a las palabras de Jesús: “Si alguno no renuncia... no puede ser discípulo mío”

            Lo hace por el fuerte amor al Señor que la conversión ha dejado en su corazón. Pero se duele interiormente cada vez que decide una nueva manera de vivir. Cada etapa es original y son radicales todas ellas, en línea progresiva. Podemos decir que, a excepción del capítulo de la obediencia, el lugar menos exigente fue la Trapa, con toda la sobriedad que esa vocación supone.

            En estos momentos de la historia, especialmente de nuestro mundo occidental, en los cuales es tan fácil dejarse llevar del hedonismo, de haber rebajado la intensidad de la vida en el Espíritu, Carlos de Foucauld nos ayuda a rehacer el entusiasmo por el seguimiento, audacia en la vivencia del Evangelio con fuerza de radicalidad, valentía para la renuncia a lo que se opone a la “llamada” de Jesús.

            Contemplativo, adorador de la Eucaristía. Impresiona la capilla de Beni-Abbés donde el suelo es la arena del desierto, con una imagen del Sagrado Corazón pintada por él. Y la de Tamanrasset. La custodia con el Santísimo y el Hno. Carlos arrodillado horas y horas, de día y de noche. Es el núcleo de la existencia del cristiano que vive en el desierto, el hermano universal, que ora en la soledad con todos los orantes del mundo y, siempre, en favor de todos.

            La experiencia muy de dentro es intensa y así la expresa: “Mi bien amado hermano y Señor Jesús”.

            La oración es experiencia de abandono en el Dios que es Padre. Cuántas personas hemos rezado la oración del abandono: “Padre mío, me abandono a ti, haz de mí lo que quieras...”. Pero es, al mismo tiempo, impulso a la imitación, especialmente de dos rasgos de Jesús de Nazaret: la pobreza que incluye el despojo de todo y asumir la condición de “siervo” y el amor a todos, preferentemente a los más pobres.

            Carlos de Foucauld desea y quiere la más exigente pobreza, la austeridad suma. Jesús es pobre, luego él debe ser pobre. Sumamente interesante su forma de creer y vivir en coherencia con “la imitación del Señor Jesús”, nos ayuda a superar la tentación de sentirnos llamados a la preocupación por el “otro”, pero olvidamos ser pobre que es  valor indispensable del seguimiento de Jesús.

            Pobreza y “abyección” como él dice: es buscar lo último, lo más abajo. Ignacio de Loyola lo sugiere al ejercitante en el conocido “tercer grado de humildad”. Jesús nos manda lavarnos los pies unos a otros pero hacerlo como Él que acogió la condición de “esclavo”. El motivo no es ser más eficaz en la entrega, dar ejemplo a los demás, es “imitar” a Nuestro Señor, en aquello que el Hno. Carlos tiene muy claro: “Mi vocación es descender. Jesús en toda su vida no hizo sino descender. Descender en la Encarnación, descender cuando se hace niño, descender obedeciendo, descender haciéndose pobre... ocupando siempre el último lugar.”

            Y, por último, servidor de los más pobres, pero viviendo entre ellos, con ellos. Les ayuda en todo lo que puede “que no es oro ni plata...” que no tiene.

            En Tamanraset anima a trabajar por el progreso cultural y material  del pueblo tuareg y desea que se realicen  progresos técnicos que son novedad en esta región del Sahara. Al mismo tiempo ofrece orientaciones a las mismas autoridades con el fin de que las tribus sean gobernadas conforme a las exigencias de la justicia y del mejor desarrollo humano.

            Reacciona contra las injusticias que encuentra, las denuncia sin miedo a las posibles reacciones de la administración. En alguna ocasión aconseja poner medios para que se elimine el bandidaje y la subversión que amenaza al pueblo tuareg. Su amor a ellos es total. Son años de contraste entre su ideal de Nazaret, vida oculta, y esta experiencia en la que llega a ser personaje conocido con autoridad delante de Moussa, jefe del Hoggar y ante el mismo general Laperrine. Este capítulo de su vida es como un imperativo del amor y la justicia.

            Al final muere asesinado por un adolescente que le disparó. Era el 1 de Diciembre de 1916. También este final se encuentra en continuidad con la vida que decidió. Solo, en el desierto, con una muerte de alguna manera inexplicable, sin poder manifestar ningún gesto heroico. Totalmente pobre.

            Sus bienes son su fe en Jesús, su confianza en el Padre, su fraternidad universal y especialmente de sus vecinos del desierto. Los materiales los constituyen unas pocas pertenencias de ropa, de libros y unos apuntes. Especialmente las “reglas” de una comunidad que ha dejado escritas y que había ofrecido a más de uno y que nunca fueron seguidas. Muchos le admiraron, pero nadie le acompañó. Murió en soledad y ofreciendo la mayor inmolación. Ninguna persona dio el paso que asegurase la continuidad de su  modo de vivir la imitación de Jesús en los años inmediatos.

            Su cuerpo quedó sepultado en el amplio horizonte de arena. Ocho años después René Bazin publica la primera biografía de Carlos de Foucauld que produce impacto en Francia y que después será traducida a muchos idiomas. De ahí surgen algunos seguidores, entre los cuales tendrán importancia fundamental para el conocimiento de la espiritualidad del Hermano Carlos y el desarrollo de las Fraternidades, la Hermanita Magdeleine y el P. Voillaume.

            A partir de entonces nace y se extiende por el mundo la numerosa familia “espiritual” de Carlos de Foucauld y, especialmente a través de los escritos del P. Voillaume, es descubierto por miles de cristianos, sacerdotes, religiosos y seglares, a los que sirve de reactivo para vivir con mayor autenticidad la respectiva vocación. Porque el Hermano Carlos, persona inquieta e incómoda para sí mismo había  redescubierto perfiles evangélicos muy básicos y los enmarcó en una manera de vida exigente.

            Las “reglas” escritas y los apuntes espirituales que aparentemente no habían servido, han sido extraordinariamente fecundos de tal forma que podemos afirmar que son una de las mejores aportaciones a la espiritualidad del siglo XX.

            Los seguidores han reproducido su  biografía. Apoyados en la vida y en los pocos escritos del Hno. Carlos inician vida casi monacal, sistema de vida de clausura, posteriormente entienden la necesidad de proximidad con los vecinos y deciden establecer sólo fraternidades en países islámicos, por último fraternidades en Europa y en el mundo entero. Comunidades a semejanza de la vida obrera... en la cárcel, en el circo ... Ante circunstancias y necesidades que surgen, del mismo espíritu brotan realidades eclesiales nuevas: fraternidad sacerdotal, seglar, diversas familias religiosas...

            Testigos somos muchos de lo que ha aportado la vida del Hno. Carlos como testigo y como maestro, especialmente con su vida, para dar consistencia a la propia vocación. Si ahora que necesitamos testigos, la existencia y significación de Carlos de Foucauld es más conocida, seguro que hará mucho bien. “Padre me pongo en tus manos... con infinita confianza porque tú eres mi Padre” 

Francisco Parrilla Gómez, sacerdote de Málaga.

 Nota. Las citas están recogidas de Antoine Châtelard, “CARLOS DE FOUCAULD, EL CAMINO DE TAMANRASSET”, San Pablo, Madrid, 2002.